La ingenuidad y los prejuicios son, a mi entender, patrimonio de juventud que unos antes y otros más tarde solemos gastar en ese proceso, sin concretar en el tiempo, hacia la madurez social, aunque los hay tan avaros que nunca lo gastan. En la breve estancia en el Hotel Brüggli tuve ocasión de gastar una parte de mi patrimonio juvenil.
De entre las pocas pertenencias que me había traído conmigo de Madrid, destacaba como la pieza más valiosa, una chaqueta de entretiempo de color paja, con la que me sentía cual dandi en las contadas ocasiones en que tenía la posibilidad de lucirla. Obviamente como aquel que enseña un tesoro, se la había mostrado a mi compañero de habitación.
Un día Giuseppe el napolitano, nos comentó que se casaba una hermana suya, la más pequeña— tenía varias según nos contó — y que pediría permiso al patrón para asistir a la boda. Sería cuestión de unos días. Él no disponía de ropa adecuada para asistir al evento, ni la posibilidad de adquirir alguna por la premura de la boda y la circunstancia de hallarnos en temporada invernal. Me dijo: “Si prega di lasciare a me la tua giacca Antonio” y le dejé la chaqueta —mí tesoro— para unos días. Él agradecido, en prenda, me dejó el reloj despertador “Peter” de estructura metálica con números fluorescentes grandes y alarma estridente que utilizábamos cada día para levantarnos. Cándida inocencia, jamás volvió. Aún conservo su despertador. Entre los compañeros del hotel, Antoine, el mozo de equipajes, destacaba por su amabilidad en el trato, siempre dispuesto a ayudar a
aquellos que como yo teníamos dificultad para hacernos entender o comprender en las sobremesas. Especialmente durante la del té de las cinco. Le suponía una edad cercana a los cincuenta, aunque nunca he tenido buen ojo en cuestión de edad. No me fue difícil entablar una buena relación con él. Le agradaba mi eterna curiosidad y era condescendiente a dar respuesta a mis inquisitorias preguntas. Siempre le encontraba absorto en la lectura de algún libro o los diarios que llegaban al hotel. Me recordaba a Singer de Madrid.
A pesar de no encontrarme mal en el hotel, la insistencia por parte del patrón para renovarme el contrato de trabajo con el fin de que me quedara durante la temporada estival, me agobiaba. Quería cambiar de entorno y si fuera posible de ocupación. Al no ser posible obtener un contrato fuera del ámbito de la hostelería por cuestiones de la burocracia en inmigración, decidí buscar un nuevo contrato pero en otro lugar. Le comenté mis deseos a Antoine y gracias a él conseguí la posibilidad de ir a trabajar a la ciudad de Lausanne, en el Centro de Hostelería durante la exposición Internacional, que tendría lugar de finales de Abril a Octubre. Decidí poner en conocimiento al patrón mí determinación, no sin antes agradecer el trato dispensado y el que me hubiera ofrecido prolongar mi contrato.
Su respuesta no se hizo esperar, de malas maneras me comunicó que si no me quedaba iría a la policía y que me repatriaría. En España —en aquel tiempo— la autoridad era temida más que respetada, se acataban sus resoluciones fueran injustas o no. Los patronos era una prolongación de la misma. ¡Que no podría hacer él conmigo siendo como era un emigrante!, pensé.
Sentí más que miedo, un sentimiento de deshonra al pensar que podría volver a mi barrio en Madrid repatriado. La angustia me avocó a recurrir a Antoine en busca, no de una solución, sino de consuelo. Me acogió como acoge un padre al hijo que ve fantasmas en las sombras y con ternura me dijo, ves a la Commissariat y explica tú caso que no estamos en España. Animado por su apoyo fui y di cuenta de mi situación a la policía. Su trato me hizo sentirme ciudadano, mis prejuicios sobre la autoridad se desvanecieron.
Días más tardes el patrón me dijo: si te quedas te aumento el sueldo, y si no te puedes ir donde quieras finalizando tu contrato. A mediados del mes de Abril dejé el hotel en dirección a Lausanne.