18/5/10

Tejido social (II)


En artículo anterior hemos hablado de la importancia que tienen los pequeños comercios para la cohesión de un barrio. En el presente abordaremos el tema de la senectud y su vertebración en él.

Los avances técnicos así como la investigación clínica y farmacológica, han permitido que el deterioro por el esfuerzo laboral haya decrecido, junto a una mejora de la atención sanitaria, nos permite tener una mayor esperanza de vida al nacer, estimada, la media en la actualidad para: los hombres en 78 años y en las mujeres 84. (Cabe matizar que este incremento no es fruto de una mejora evolutiva, como a veces se quiere dar a entender). Y una baja natalidad, así como un incremento notable en edad de la mujer a la hora de la concepción de su primer hijo, hace que incida significativamente en la forma de la pirámide demográfica, estrechando su base y ensanchando su cúspide.

En la actualidad en los barrios de Barcelona, el índice de envejecimiento es considerable, con una media de 173 personas mayores de 65 años por cada 100 niños menores de 14 años, así como el índice de sobreenvejecimiento, es decir, la relación que hay entre la población de 75 y más años, y la población de 65 y más años es en porcentaje de 48,4%.  Es decir, de cada 100 personas de más de 65 años, 53 tienen más de 75 años.

Socialmente se define como “gente mayor” a la población comprendida en el rango de edad de 65 y más años. El hecho de que se elija los sesenta y cinco años como el inicio no es fortuito, si no que se debe a que en la actualidad se mantiene la misma edad de jubilación que se instauro en 1919 con “el retiro obrero”.

La jubilación marca la entrada en el mundo oficial de la vejez. Es un ritual excluyente al que no le sigue otro de inclusión, en este nuevo estatus no existen deberes y obligaciones. La ausencia de una actividad responsable en la comunidad implica un cierto grado de marginalidad que puede generar un aislamiento social en el colectivo.

Todo y que los jubilados del “beibi bum”, serán muy diferentes socialmente a las generaciones actuales por diversas razones socioculturales por todos conocidas, lo que no cambiara —seguramente— serán sus sentimientos y emociones ante: la soledad del desarraigo social que provoca la jubilación, en una sociedad donde la sabiduría que históricamente se otorgaba a la senectud, ha sido suplida por la información y conocimiento de la juventud, ya nadie quiere ser considerado mayor, incluso aquellos lo son tratan de enmascararlo con actitudes hedonistas de eterna juventud. La realidad objetiva de “gente mayor” en los barrios tiene unas connotaciones socioeconómicas que hace al colectivo vulnerable ante una sociedad de producción y consumo.

Los ingresos de la “gente mayor” se suscriben a la pensión de ambos, en el mejor de los casos o solo a la del esposo/a,  en ambas circunstancias los ingresos de la unidad familiar se ven mermados, lo que comporta prioridades en distribución de los gastos que cubren básicamente las necesidades perentorias, siendo necesario sacrificios para cubrir ciertos gastos superfluos como el ocio. Habitualmente cuando al nucleó familiar le otorga la sociedad el estatus de jubilado por edad, el resto de los miembros de la familia ya han abandonado el hogar familiar. Cabe matizar que el desarraigo no es bidireccional ya que los padres continúan ayudando a los hijos.

Las premisas que caracterizan básicamente al colectivo “mayor” como vemos son: la escasez de recursos económicos y el desarraigo social y familiar. Lo que les provoca incomunicación y soledad. Las instituciones públicas, eclesiásticas y privadas, desde la década de los ochenta han tratado de paliar esta situación mediante la instauración de centros de reunión para jubilados  “Casals de barri” o ” Esplais de gen gran”, ambas entidades, son a mi juicio, continentes sin contenido, meros reservorios, de votos para unos y de ahorradores para otros.

Tienen estructuras internas similares a las de la ocupación laboral de cualquier adulto, pero sustituyendo las actividades productivas por las lúdicas. En la organización territorial se manifiesta también este orden: Presidente; Secretario y Administrador. Suelen tener horarios de apertura y cierre similares a la actividad laboral. Son o suelen ser entidades regentadas por hombres, donde realizan actividades lúdicas mayoritariamente las mujeres.

La integración de la “gente mayor” en el entorno del barrio es necesaria, su participación es un factor importante para evitar la destrucción de su tejido social. Solicitar la colaboración del colectivo, con propuestas sugerentes que les reconozca el valor añadido de su experiencia fruto de una vida longeva, es primordial. Prescindir del capital humano que atesora la “gente mayor” para el patrimonio social de un barrio, sería negar la evidencia cegados por los prejuicios.

La vida es un derecho no una obligación, pero solo nos sentiremos merecedores de él si somos capaces de compartirlo.

12/5/10

Un nuevo caminar

 

Dice un dicho popular que “madre no hay más que una”. Pronto pude comprobarlo pasado el periodo compasivo, que toda desgracia nos suele generar. Estaba sólo, aunque siempre tuve en mi abuela Ana un baluarte donde cobijarme y en mi tía Rosario todo el cariño que podía darme. Ya no podía recurrir a la protección de mí madre y refugiarme en sus brazos. Hacía algunos meses que a causa de su deterioro físico nuestra relación había disminuido. Aun así, su presencia, aún en la distancia me reconfortaba. El nuevo día sin ella fue duro, ya no cabía la esperanza, y su Dios de los pobres nos había abandonado. Mi fe en él se fue con mi madre.
Mi hermana y yo nos quedamos a vivir con los abuelos y mi padre se fue de “patrona” en el mismo edificio. La situación no era fácil de sobrellevar para ninguna de las partes: los abuelos tenían una edad avanzada que añadida a la circunstancia de la invalidad de la Merche, hacía que la situación fuera más complicada y máxime si tenemos en cuenta que regentaban un negocio, “la taberna”, abierta de siete de la mañana a doce de la noche. A mi padre se le vino el mundo encima, era un hombre trabajador y honrado, pero que nunca supo ni tubo, desde que se casó, que hacer frente a los problemas que surgían, siempre era mi madre la que los afrontaba, buscando la solución más adecuada.
Una vez más el chivo espiratorio en que descargar el problema, lo halló mi padre en otra persona, en mí. La “necesidad” hizo que nunca más volviera al colegio con mis compañeros, me convertí de nuevo en un “lazarillo” esta vez de mis abuelos. La problemática situación no tenía una fácil solución, dada la tirantez que había entre mi abuelo, un hombre acostumbrado a mandar y a ejercer una cierta tiranía, y mi padre un hombre agobiado y sin carácter. Me convirtieron en el muro de sus lamentaciones, ni el uno, ni el otro, supieron ver al niño, me convirtieron en “adulto responsable”. 1 El abuelo de joven
De aquella época tengo un recuerdo indeleble. Ante la imposibilidad de poder ir de forma asidua a la escuela y a un solo curso, de poder tener el cuarto y revalida, algo que en aquella fecha suponía un gran qué, le solicité a mi padre la posibilidad de estudiar de forma particular con una maestra que impartía formación de refuerzo, para alumnos de bachillerato, de esta forma podría presentarme a exámenes libres en el Instituto Cardenal Cisneros.
A mi padre en un principio no le pareció mal, siempre y cuando no abandonara las obligaciones que se me habían asignado: cuidar de mi hermana y ayudar en la taberna a los abuelos. Durante meses fui yendo a clase de la señorita “Esperanza” junto con otros alumnos.
Tenía que estudiar cuando podía, sobre todo, no utilizar la iluminación de la mísera bombilla de 60W que había y no en todas las lámparas de la casa. El abuelo era muy celoso con el recibo de la luz, por lo que muchas veces me veía obligado a estudiar en la taberna de noche cuando él se había acostado. Las razones de esa tacañería del abuelo no las podía a esa edad entender, si bien hoy no las acepto, a tenor de su historia, las puedo comprender.
Un día muy enojado mi padre me dice que se han acabado las clases con la señorita “Esperanza”, le ha comentado que cometo muchas faltas de ortografía en los dictados, amén de ser lento escribiendo y una mala caligrafía, y visto lo visto, es indudable que no sirvo para los estudios y que es una pérdida de tiempo proseguir intentándolo, que lo mejor que puede hacer conmigo es ponerme a trabajar. A partir de aquel día pasé detrás de un “mostrador” a servir “chatos” de vino a los clientes de la taberna. Como consuelo a mi frustración mi padre me dijo: la vida te enseñará más que los libros, y no llores. La palabra esperanza para mí a partir de aquel instante cambió de significado.
Si bien nunca sabremos por qué sucede, lo que nos acontece y que cambia nuestras vidas, a buen seguro que en “este todo” del que formamos parte es necesario para que se cumpla el "equilibrio dinámico" que es la vida. El hecho de tener que estar en la taberna atendiendo a los parroquianos, abrió ante mí un mundo, en aquel tiempo de los “Nacionales y Rojos” — años más tarde descubrí su significado— que era algo apasionante para un curioso insaciable. Mi santo y seña era: ¿Usted en que bando ha estado? ¿En el Nacional o con los Rojos?
Con sus historias quedaba embelesado, todas me parecían emocionantes, pero con el tiempo empecé a darme cuenta que si bien todos habían estado en la misma guerra, no todos la habían ganado. Guardo un recuerdo aún amargo por un hecho que se dio al poco de morir mi madre. El vacío que ella dejó fue tan grande que me convertí en un mendicante de reconocimiento y afecto. 2bis Mi madre y el abuelo Argemiro
Tenía dos amigos con los que había ido al colegio —en vida de mi madre— se llamaban Pedro y Jesús, eran conocidos por los Díaz —sus abuelos regentaban la “Tahona” del barrio— además de a ellos dos, sus padres habían tenido seis hijos más. Vivían en un edificio anexo a la “Tahona Catalina” como se la conocía, a donde todos los días yo iba a comprar el pan, momento que aprovechaba para saludarlos.
Eran el único vínculo con mi pasado escolar. Hablamos de los maestros y sus manías para después de censurarlos, pasar a comentar el tema esencial, las cosas que hacían con el resto de la “pandilla”. Era revivir la añoranza de un sueño: “los amigos”. Aquellas charlas suponían para mí lo mejor del día. Sin causa aparente un día me dijeron que no volviera nunca más, —según me comentaron— su madre no quería que nos reuniéramos porque según parece no les dejaba estudiar.
La escuela de la vida es dura, y sí como era mi caso aún no te has formado en las relaciones “humanas”, la curiosidad inocente te hace sufrir. Fueron muchas y variadas las situaciones que provocaron frustración y lágrimas a mi alma infantil y rebelde. No alcanzaba a comprender la actitud de los adultos, ahora cordiales y generosos, más tarde, huraños y egoístas. Hay quien dice que el dolor nos curte y endurece ante el sufrimiento del semejante. No pretendo ser una excepción, a mí me hizo, un tanto taciturno y en el mejor sentido de la palabra, humano.
Hubieron personajes que aún recuerdo con ternura: La Manolita que vendía churros y porras en un pequeño puesto situado al lado de la puerta de la taberna en donde se refugiaba, de los rigores del invierno; De Manolo el “gallego” el primer cliente de la mañana; del Moreno y González dos incondicionales de mi abuelo y de otros clientes de la taberna. Todos aportaron algo a lo que hoy soy. Pero hubo un personaje entrañable que a buen seguro sin proponérselo, más dejo en mí su impronta. Bravo-Murillo_1950_38
Nunca supe su verdadero nombre, en el barrio se le conocía con el apodo de Singer, porque además ser el conductor del tranvía número 28, reparaba máquinas de coser de esta marca alemana. Era soltero por vocación o tal vez fruto de la guerra que pasó en Madrid. Residía de patrona, en el mismo inmueble en el que mis abuelos tenían la taberna. Al finalizar su jornada de tranviario venía a la taberna a cenar. Este momento era esperado por mí con impaciencia, su “Toño”, como cariñosamente me llamaba. Esperaba con ilusión el relato de sus nuevas aventuras que habrían sucedido en su ir y venir por Bravo Murillo, en aquel tiempo una larga y populosa calle que comenzaba en el barrio de Tetuán y finalizaba en la Glorieta de Quevedo.
Singer atemperaba mi excitación, diciéndome: Toño, lee el diario Pueblo mientras acabo de cenar. Al acabar, cogía la petaca de tabaco picado, el librillo de papel de fumar y liaba un pitillo para después saborear a conciencia la primera calada. Con cierta solemnidad se disponía ante un público minoritario, entregado de antemano, a relatar las aventuras del día. ¿Todas sus fabulas eran posibles? Nunca dudé, todo en mi imaginación era posible, sólo debía de cerrar los ojos y escuchar a “Singer” narrarlas. Él estimuló mi imaginación infantil con sus fabulaciones, le debo la afición por la lectura. Pero un día de invierno sin entender el porqué, vi partir a mi contador de ensueños. Me dijo que volvería para narrarme sus nuevas aventuras, pero nunca volvió. Años más tarde supe que le habían jubilado.
Durante el tiempo que estuve de forma permanente despachando en la taberna, tuve acceso al “cajón”, lo que me permitía “guindar” algo suelto para sufragar mi vicio predilecto, dos onzas de chocolate con almendras de la casa Loyola— las compraba en la tienda de ultramarinos, sita en el cuarenta y uno, al lado de la taberna— y si le podía añadir unas porras, de la Manolita, miel sobre hojuelas. He de confesar que a veces llegué a la glotonería. Creo, sin pretender ser psicólogo, que era para mí el “soma” del consuelo.
Una orden ministerial obligó a los bares a tener un día de descanso semanal, lo que obligaba a “echar el cierre” a la taberna. Nos asignaron el martes como día de libranza, paradójicamente no era para mí un día de felicidad, más bien todo lo contrario, suponía pensar en qué hacer y donde ir, era el momento en que tomaba plena conciencia de la soledad, de la exclusión del entorno social de mi infancia. Ya no podía reunirme los con compañeros del colegio, su mundo ya no era el mío.
Solía caminar en solitario y con frecuencia iba a ver a mi tía a Carabanchel en busca del amor de madre — ella tenía dos hijos— y a pesar de la buena voluntad por su parte, no siempre lo lograba. Era el día que iba a ver a mi padre a dónde trabajaba — los salones para bodas y comuniones De Torres— en Vallecas. Mi padre siempre creyó en el poder del dinero, me preguntaba cómo iba todo en casa de los abuelos y me daba una generosa propina. Siempre creí que compraba su consuelo. Para concluir el día de fiesta, solo, sin más compañía que mis recuerdos, entraba a ver una doble sesión en el cine Metropolitano.
Mi tía Rosario siempre me dijo que yo era un soberbio— pero yo no tenía nada de lo que vanagloriarme— por lo que creo que lo confundía con mi carácter orgulloso e incapaz de doblegarme, el cual me generó muchos problemas con mi abuelo, que estaba acostumbrado a imponer su voluntad. Tal fue la tensión entre ambos que a pesar de los deseos de mi padre, porque me callara,
cuando cumplí los catorce años empecé de aprendiz en un taller de mecánica ubicado cerca de casa. Abandoné la taberna de forma permanente, que no la relación con los “parroquianos”.

1/5/10

Tejido Social (I)


Hace unos días oí en las noticias que comentaban el aumento de pequeños hurtos en los supermercados de las grandes multinacionales, las personas ya no roban para lucrarse en la reventa del producto substraído, sino que lo hacen para comer. La crisis económica afecta a todos pero de forma y manera más significativa a los pensionistas y parados que debido a su precariedad económica no cubren sus necesidades básicas y ante la imposibilidad de crédito se ven motivados a pequeños hurtos para subsistir.

Este comentario pretende ser un preámbulo para tratar de analizar de forma sucinta la problemática del deterioro del tejido social en los barrios, su génesis y sus consecuencias socio-sanitarías en la población.

En los años anteriores a la instauración de la Democracia, vivimos el momento de mayor sinergia ciudadana en pos de una ilusión cual era lograr la libertad. Todos, bueno, casi todos los ciudadanos luchábamos desde las asociaciones vecinales de una forma u otra en pos del ideal democrático.

Existía un sentimiento solidario, nadie era indiferente para el otro, todos sumábamos. Fue este sentimiento popular el que años más tarde venció al golpe de Estado del 81. Tuve la oportunidad de volver a sentir esa sensación mágica en el transcurso de las Olimpiadas del 92, fueron cuatro años en pos de un sueño que transformó nuestra ciudad Mediterránea que vivía de espaldas a su mar, una ciudad abierta a él, a su luz, llena de la energía vital de los pueblos del Mare Nostrum.

¿Qué ha sucedido para que a lo largo de estos años de forma paulatina la ciudadanía haya ido perdiendo el colectivismo en aras de un individualismo bajo la consigna sálvese quien pueda?. Es complejo —si uno no es experto— poder definir de forma taxativa las causas que propician esta actitud social, no obstante, si observamos con un cierto detenimiento, qué visión general obtenemos del entorno social de nuestro barrio es la siguiente:

-Aumento de aéreas comerciales mayoristas con el menoscabo de los pequeños comercios detallistas.

-Un elevado índice de población senescente y una tasa no despreciable de longevos.

-Poco tejido asociativo.

-Colectivo de inmigrantes.

 -Un grado elevado de indiferencia social.

John Naisbett, un comentarista profesional del futuro, afirma que la manera más fiable de anticipar el futuro es mediante la compresión del presente. Aunque esta afirmación encierra en sí misma verdad, no siempre se manifiesta en una sociedad globalizada.

Teniendo en cuenta el medio de expresión que utilizo, para exponer mis comentarios referentes a este tema que me ocupa, considero conveniente el fraccionamiento del artículo en diferentes apartados cronológicos: comercio detallista; población senescente; inmigración e indiferencia social.

Comercio detallista.

Sí es cierto que el “progreso” nos facilita el quehacer diario y gracias a él tenemos a día de hoy una esperanza de vida más prologada, no es menos cierto que cada vez nos aísla más de nuestras relaciones sociales y lentamente pero sin pausa nos induce a abandonar el ”homo sociales” para convertirnos en “homo singularis” indiferente e insensible a todo aquello que no aporte interés o beneficio a nuestro ego.

Debemos de elegir qué tipo de barrio deseamos para la convivencia, podemos optar entre dos tipos antagónicos: el barrio centrífugo o el centrípeto:

El “centrífugo” es un barrio disperso, sin núcleo, sin vida vecinal y desprovisto de identidad; es un barrio motorizado y difuso donde el vehículo es pieza esencial y el hábito de pasear ha sido expulsado. El vecino apenas realiza ninguna actividad social o económica en él, relegándolo a un mero barrio dormitorio sin alma.

El “centrípeto” es el que posee un centro que como en la ciudad del Medievo sirve de ágora, de foro, de punto de reunión, de lugar de encuentro y convivencia de su vecindario. En este modelo el elemento vertebrador del mismo es el pequeño comercio, alma mater de la relación social de sus habitantes.

Hace unos días la prensa nos informaba de la pérdida de más de 40.000 pequeños comercios hecho que avanzaba a un ritmo de 100 comercios diarios. La incidencia que estas pérdidas tienen en tejido social de los barrios históricos socialmente consolidados es grande y afecta también a aquellos nuevos barrios de la periferia, en donde los edificios que se levantan adolecen, en la mayoría de los casos, de espacios reservados en su planta baja para locales comerciales, lo que dificulta sobremanera su vertebración social.

El sistema de mercado que hemos creado tiene como único regulador el propio mercado basándose en la oferta y la demanda. Este ha quedado cuando menos en entredicho con la actual crisis, que tiene su génesis en la codicia especulativa. Aquellos codiciosos que la han propiciado —léase los Bancos entre otros— son los que han reclamado con vehemencia la ayuda estatal, que todos pagamos. La financiación para la construcción de las grandes superficies e hipermercados, proviene de los beneficios de la especulación.

El incremento de estas áreas comerciales así como el propósito de la liberalización de los horarios comerciales, no crea puestos de trabajo, como aduce la patronal del sector, sino más mileuristas, en el mejor de los casos, sin derecho a una vida social.

Haciendo uso de nuestra libertad debemos elegir qué sociedad queremos para nuestros barrios, la mercantil de la oferta y la demanda o la social comprometida. Si la opción es la social es imprescindible acudir en ayuda del pequeño comercio. El comercio minorista, “hace barrio” es el auténtico elemento vertebrador de la actividad de los barrios a los que da vida.

"Una sociedad más vieja necesita más comercios a pie de calle. Para las personas mayores es importante tener esas tiendas de proximidad, ya no sólo por sus problemas de movilidad, sino por su necesidad de conservar cierta vida social", argumenta la Antropóloga Paloma Gómez Crespo.