En busca de un futuro
Sonó el silbido de la locomotora a vapor que anunciaba la partida hacia mí futuro incierto: un futuro al fin y al cabo. No conozco mejor antídoto que la ilusión, para vencer el dolor de alma, cuando la vida nos pone en la tesitura de elegir entre el deseo y el deber que nos reclama el compromiso, aun así, una huella indeleble en el corazón me recuerda que no obré en conciencia. Después de doce horas de viaje, al amanecer llegamos a Barcelona.
Volveríamos a partir a la noche camino de la frontera francesa de Cerbére, disponía de todo el día para visitar la ciudad Condal. La fortuna quiso mostrarme en la ciudad de Astorga —de la que era oriundo mi padre—un palacio encantado de torres puntiagudas que se lanzan en busca del cielo, como en los cuentos de hadas, en aquel tiempo tenía yo seis años. Pocos años después supe que el palacio encantado era el Palacio Episcopal obra de un arquitecto catalán ya fallecido, conocido por el nombre de Gaudí, desde aquel instante deseé conocer algún día su obra. La estancia breve en la ciudad Condal me iba a permitir hacer realidad mi sueño, contemplar su creación más solemne, la basílica Sagrada Familia, aunque inacabada, su contemplación me emocionó.
Yo solo había podido contemplar el mar, desde un barco pirata o a lo sumo desde los barcos de guerra, al visionar las películas en la sesión doble de tarde en el cine del barrio, lo que jamás pude imaginar era la mar en realidad, contemplada desde los sentidos: su aroma a salitre, el murmullo suave de sus olas y la visón de su hermosa inmensidad, fue tal mi impresión que no pude por más que exclamar—ante la mirada atónita de los que me la mostraban— ¡Qué, grande es el mar, es inmenso su horizonte!. Sin yo saberlo mi vida quedaría para siempre vinculada a la mar y a Gaudí.
Quiero recordar, que sería sobre las nueve de la noche cuando de nuevo comenzamos el camino, en dirección a nuestro destino. Al llegar a la frontera de Portbou, la guardia civil y la social, fueron pasando por los departamentos de los vagones solicitando el pasaporte y la documentación que acreditaba la condición de emigrante. Finalizados los trámites de nuevo fuimos trasladados a otro tren, que nos habría de llevar a la frontera Suiza concretamente a la ciudad de Ginebra.
Sería sobre la ocho de la mañana cuando, después de cuarenta y ocho horas de la partida de Madrid, exhaustos pero felices llegamos a Ginebra. Fuimos pasando de uno en uno el control aduanero y el correspondiente chequeo sanitario— tuve la sensación de ser una res, como las cabezas de ganado que había visto marcar en las películas del Oeste americano— una vez dado el visto bueno, me dieron tres francos Suizos para que comprara el desayuno en la estación de Genève— lo primero que me vino a la mente fue el cambio a pesetas 90 pts todo un capital en España— con el dinero que dieron solo pudimos comprar: un café y un cruasán. Que cara estaba la vida en Suiza.
Nuevamente junto a otros dos compañeros, cogimos un tren en dirección a Zúrich, llegamos sobre las once. La estación de Zúrich se me antojó enorme, disponía de más de doce andenes, de los que entraban y salían con puntualidad suiza trenes. Nuestro tren en dirección a Arosa partía a las 11h 15´ del andén doce y estábamos en el dos, solo sentíamos anunciar nuestro tren en alemán y suponíamos que era el nuestro al oír por la megafonía ¡Arosa! Gracias un empleado de la estación que era italiano y chapurreaba algo el español pudimos coger el tren a las 11h 13´en dirección a la estación invernal.
El viaje hacia el silencio blanco que todo lo cubre, fue fascinante para mí. El tren serpenteaba montañas entre bosques de exuberante belleza, al ir tomado altura nos mostraba nuevas perspectivas desde las que podíamos visionar enormes precipicios que se abrían a nuestros pies y enormes torrenteras brotaban de las montañas nevadas precipitándose al vacío. A medida que nos íbamos acercando a la estación invernal, se hacía sentir el rigor del clima, todo y la calefacción del tren. Me parecían todos los que subían al tren con sus esquís y coloridas vestimentas, gentes de otro mundo, un mundo en que nadie o pocos son los que trabajan, hombres y mujeres alegres sonrientes a los que el frío no parecía afectarles, como a nosotros. Sobre las cinco de la tarde ya de noche llegué al Hotel Brüggli de Arosa.
Me recibió la recepcionista del hotel que hablaba español y me acompañó a mi aposento— el cual habría de compartir con otros dos emigrantes italianos—que se hallaba ubicado en los sótanos del hotel. Después de presentarme a los compañeros de habitación—uno toscano y otro napolitano— se despidió amablemente deseándome mucha suerte en el próximo cometido, que no era otro, que el de limpiar cacerolas en la cocina del hotel.
Deshice mi maleta y coloqué mis enseres en el espacio que me asignaron mis nuevos compañeros. Me llamó la atención que mi cama solo tuviera una sábana—la bajera— y que con el frío que hacía en aquellos lares no tuviera ni una triste manta, así que me dispuse a dormir cubriéndome con lo que yo consideraba era la colcha. Exhausto de tantas emociones y del largo viaje, a pesar de tener solo una colcha para cubrirme, me quedé dormido.
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