19/4/11

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Sentí tras la puerta un grito gutural “Salz Bad suvito bitte” que me sonaba a un taco pronunciado por alguien muy alterado,— "Sal de baño suvito por favor" a mí como si me hablaran en alemán— yo a lo mío que no era otra cosa que darme un buen baño en un bañera a rebosar. El hecho de llenarla de agua caliente con la simple acción de abrir el grifo, suponía para mí un placer indescriptible, me venían a la mente las duchas públicas estrechas y oscuras de paredes de granito de color verde, o el tener que llenar la pila de la cocina de casa para lavarme a base de calentar agua en la cocina de carbón. Eran para mí los lunes el mejor día de la semana, podía usar la bañera. Para ellos, —los clientes— mi gozo de los lunes suponía, un quebranto en su aseo personal.

El primer saludo del día—en la cocina—era para el pâtissier , un hombre afable con el que me entendía chapurreando ambos, en italiano. Solía obsequiarme con alguna golosina. Si me daba a elegir, escogía de chocolate, —suizo— aún sigue siendo una de mis debilidades. La pastelería, si bien formaba parte de un todo, constituía por sí misma un departamento aparte.image

Me fascinaba, poseía un amplio ventanal desde el que se divisaba un hermoso paisaje, era un valle cerrado por un circo de montañas, entre las que destacaba una que sobresalía sobre el conjunto, por su majestuosidad, la formaban dos picos separados por una canal central por la que se deslizaba al fondo del valle la nieve. En los días claros al atardecer con la puesta de sol las dos cumbres— los gemelos como los “bauticé”— se tornaban de color rojizo. Su contemplación me evocaba a mis amigos de cordada —en la sierra de Madrid— y soñaba con hollarlo.

Mi madre me inculcó que el único tesoro que tiene el pobre es su dignidad y que pérdida esta dejamos de ser pobres pero dignos para convertirnos en vasallos sin dignidad. En el hotel los emigrantes —por oriundos del lugar— éramos tratados con una cierta rudeza, algunos solían soportarla probablemente por necesidad, otros con habilidad sabían sortearla e incluso sacar provecho de la sumisión. A mí la tiranía de clase me revelaba, lo que obviamente solía granjearme más de un problema de relación. Pero una circunstancia ajena a mi voluntad cambió la apreciación de los nativos sobre mí.

Además de fregar los utensilios de la cocina me encargaba de pelar patatas “kartoffeln” en la máquina al uso. Un día en plena demanda “kartoffeln” con la urgencia que se produce en una cocina en pleno servicio de comedor, la máquina se obturó, ni podía limpiar el desagüe, lo que hacía imposible seguir pelando patatas so pena de que el agua rebosara por encima de la tapadera e inundar la cocina.

Me dirigí al Chef— no paraba de reclamarme más patatas— para informarle de la situación, sin atenderme se limitó a gritarme “nichts, nichts, mehr, mehr, kartoffeln schnell schnell“ solo entendía: ¡patatas, patatas!. Ante la insistencia vehemente del Chef continúe “pelando” patatas a sabiendas que la cocina se inundaría.

Al cabo de un rato la cocina parecía un canal de Venecia. Cuando pasado el furor de la batalla que supone servir un menú para comensales expectantes, tomó conciencia el jefe de cocina de lo que había sucedido, gritando de forma colérica en la lengua Wagneriana, me espetó gesticulando “has de recoger todo el agua del suelo de la cocina, ya” a lo que señalando la hora en el reloj de la cocina, le dije en la lengua de Cervantes “ no me sale de los cojo…” son las dos y treinta, es la hora en la que acaba mi jornada y me voy a descansar. El agua la recogieron los otros emigrantes. Desde aquel día me llamaron el “españolo” y fui respetado.

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