21/4/10

Paseando por “mi parque”…

 

Ayer paseando por “mi parque”, el “Park Güell”, ensimismado en mis pensamientos, un aroma me transportó súbitamente a mi infancia. Era un olor intenso y dulce que procedía de las flores del árbol de Júpiter, las Lilas racimos de color morado que simbolizan a la mujer y la humildad.
Mis recuerdos me llevaron de nuevo al barrio de Tetuán, no podría fijar una fecha pero debería de tener unos cinco o seis años cuando, un cliente de la taberna de mis abuelos, enfermo de tuberculosis, contagió el bacilo de Koch a mi hermana, lo que le provocó una Meningitis. Las consecuencias de la enfermedad fueron muy graves, la inflamación de la meninge provocó diversos ataques que afectaron a todos los sentidos menos el de la audición, fruto de todo ello quedó paralítica y con un retraso mental.
El hecho cambió nuestras vidas, fui creciendo en un entorno de dolor a la vez que de esperanza, mi madre nunca se dió por vencida en la lucha por recuperar a su hija.
Después de tantos años, volver a recordar esta parte no extensa en el tiempo, pero si intensa en las emociones, no me es fácil, es abrir de nuevo las cicatrices, es en definitiva recuperar el dolor. Pero nombrar a los que ya no están es recuperarles, tenerles próximos, casi sentirlos, es ante todo una oportunidad para perdonar y perdonarnos.
Me viene a la mente el personaje del Lazarillo de Tormes. En el buen sentido, fui el lazarillo en que se apoyó mi madre, a ella, no sé si para bien o para mal, le debo mi esmero en la puntualidad, así como la actitud responsable ante la palabra dada. Nunca me quedaba a jugar después de salir de la escuela con los compañeros, debía llegar enseguida a casa para hacer los mandados. El celo responsable que me inculcó mi madre ha condicionado mi actitud ante el compromiso. Pensaba, con nueve o diez años, cuando tenga novia y nos casemos la mujer a la que me una, deberá aceptar que mi hermana viva con nosotros.
11 La tía Rosario y la MerchePoseo vagos recuerdos de las visitas con mi madre al Hospital del Rey. La recuerdo con mi hermana en brazos o empujando un cochecito y yo de su mano, dirigiéndonos a coger el tranvía hacia el hospital. Todavía siento el frio intenso o el calor sofocante de aquellos días. Eran frecuentes las visitas al puericultor Dr. Bellota, él fue el que trató siempre a mi hermana y quien intentó convencer a mi madre de que no había esperanza para su hija, después de ciento veinte punciones en la espina dorsal, pero ella jamás se rindió. Aún, cuando cierro los ojos pudo visualizar la sala donde realizaban las consultas, incluso a las enfermeras de las que estaba enamorado.
Nunca entendí por qué mi padre no iba con nosotros.
Solíamos bajar con frecuencia a casa de mis abuelos, que como ya he comentado tenían una taberna. Yo me lo pasaba muy bien sobre todo porque no tenía que hacer ningún recado y podía jugar en la calle que estaba enfrente de la taberna. Recuerdo su nombre, la llamaban Chirel, estaba como otras muchas del barrio sin adoquinar. Mi padre se ponía a hacer la partida de mus, un juego de cartas típico de Madrid. El problema se presentaba cuando teníamos que irnos para casa, después de innumerables intentos para convencer a mi padre de que era hora de irnos. Al final mi madre con mi hermana en brazos o empujando el cochecito y yo de su mano regresábamos a casa. Yo no lograba entenderlo. Años más tarde mi profesión en el mundo sanitario me ha enseñado que un padre puede dejar de serlo, una madre nunca.
¿La fe mueve montañas?
La fe dicen que es lo último que perdemos. En lo que respecta a mi madre fue un vivo ejemplo de esta creencia. Era una mujer creyente pero no fundamentalista de sus credos, jamás me obligó a cumplir con la ortodoxia católica, pero me inculcó un humanismo cristiano basado en la generosidad y la compasión. Tengo muchos recuerdos que lo avalan, pero el que más me ha quedado grabado en la memoria, quizás por lo acaecido con posterioridad años más tarde, fue el hecho que sucedió con una mujer de Granada.
20 La Merche en el Hospital del Niño JesúsMi madre, en aquellos tiempos, llevaba a mi hermana dos veces a la semana a hacer rehabilitación a una piscina, ubicada en el Hospital de la Ciudad Universitaria —tenía la absoluta convicción de que con el tiempo conseguiría que su hija pudiera andar aunque fuera con aparatos ortopédicos — habíamos de esperar hasta que nos avisaban en una amplia sala donde concurrían enfermos y familiares con diversas patologías. Un día estando en la sala de espera, observó mi madre a una mujer a la que otras personas trataban inútilmente de consolar. Tal como era mi madre, no pudo por menos que acercarse a ver qué le pasaba y de qué forma y manera podía ayudarla. La mujer compungida le relató la historia de su drama de nuevo: Soy de un pueblo de Granada —de Armilla— y tengo a mi esposo ingresado para ser intervenido del pulmón y como no me dejan quedarme con él en la habitación y no conozco a nadie, ni tengo familiares en Madrid, no sé qué hacer ¡No sufra más mujer, ahora mismo se viene con nosotros a nuestra casa!, dijo mi madre sin dudarlo. Estuvo en casa hasta que le dieron de alta a su esposo en el Hospital, permaneciendo, si mal no recuerdo, unos cinco meses. Decía mi madre: Dios proveerá.
En aquellos tiempos quizás no tan lejanos, si tenemos en cuenta el resurgir de los fundamentalismos religiosos, todo hecho contrario a nuestros deseos tenía que ver con la voluntad de Dios. Recuerdo que si teníamos intención de ir de excursión y se suspendía a causa de la climatología adversa, siempre nos decían: Dios así lo ha dispuesto para nuestro bien. Con esta máxima también se juzgaban las desgracias personales: Dios nos ha castigado.
Esta moral católica fue la que juzgó a mi madre. La desgracia de su hija era el fruto de sus pecados, supongo que se refería a mi concepción fuera del matrimonio. Ahora alcanzo a comprender cuanto debió sufrir. Si es doloroso ser vilipendiado por los ajenos, mucho más lo es serlo por los tuyos. Entre ellos, para su dolor, se encontraba mi padre. Pero su fe en ese Dios de los pobres nunca se quebró.
Recuerdo que una vez fue a un pueblo cercano a Zaragoza donde se decía que se había aparecido la virgen y trajo unos saquitos con tierra del lugar y me decía poniéndose un poco de arena en la palma de su mano ¡Toñito, no ves las cruces! Sólo ella las veía en la arena. Quisiera para mí su fe, su Dios y su amor por lo humano.
La esperanza
Yo iba al colegio San Martin, ubicado cerca de casa de mis abuelos en el barrio de Estrecho -cuyo nombre se remonta a la Guerra de África del 1860, en honor al Estrecho de Gibraltar—. Fue más o menos al inicio del tercer año de Bachillerato, en octubre, cuando mi madre comenzó a encontrarse mal del estómago.23 Hospital General de San Carlos (Madrid) En principio supusieron por los síntomas que era debido a una ulcera gástrica, pero los frecuentes vómitos después de las ingestas, hicieron necesario ir a consultar a un gran hospital, en concreto al Hospital General de San Carlos —hoy el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía—. Fue visitada por el Dr. Marañón, que al sorprenderse de los conocimientos de anatomía de mi madre, le preguntó a qué se debían los mismos y ella toda orgullosa le dijo: a mi hijo que está
estudiando el bachillerato y quiere en un futuro estudiar medicina. El Dr. Marañón la colmó de dicha cuando le dijo: cuando acabe el bachillerato venís a verme y vemos qué puedo hacer por él.
En el mes de Marzo fue intervenida de un cáncer de estómago en el General por el Dr. Marañón. Mi padre ante esta situación y con dos criaturas decidió solicitar la ayuda de la Sra. María, así se llamaba, era aquella mujer que tiempo atrás habíamos tenido en casa, que era de un pueblo cerca de Granada, mientras su esposo se hallaba convaleciente de una intervención de pulmón. La señora se presentó en casa dispuesta a echar una mano mientras mi madre estuviera en el hospital, al cabo de una semana o diez días, más o menos, la mujer le enseñó a mi padre una carta que había recibido de su esposo comunicando que debía volver inmediatamente al pueblo, pues no podía ser que ella estuviera, a solas, con mi padre y nosotros. Hizo la maleta y se marchó dejándonos solos, nunca más supimos de ella. Pienso que aquella mujer jamás nos habrá olvidado, pues la injusticia cometida, siempre deja una huella indeleble, en el buen corazón y el suyo quiero suponer que lo era.
A mi madre le gustaban las gambas a la plancha, siempre había tenido un buen apetito. Durante meses tuvo que ir al hospital General siempre acompañada de mi tía Rosario, su hermana pequeña. Cerca del hospital había un bar “El Brillante”— aún hoy existe— y al salir de la visita, a pesar de los dolores de estómago, siempre se paraban a tomar una ración.22 El Brillante Atocha (Madrid) Ella disfrutaba comiendo las que podía y sobre todo saboreando las cabezas de las gambas. Tristemente al cabo de un rato buscaba un lugar donde vomitar. Sobre el mes de Mayo ya era ostensible la delgadez y color cetrino como consecuencia de la metástasis hepática, por aquel entonces ya supe, a pesar de que nadie me lo dijo, que mi madre estaba muy enferma y que podría fallecer. El dolor de su posible pérdida me atenazó y rehuía de su presencia, no podía verla sufrir a pesar de su insistencia en verme. Ella solía decir: mi pena por morir no es por mi hija, a pesar de su dolencia, de ella se apiadarán, de mi Toñito nadie. Hoy al escribir este relato me otorgo la oportunidad de abrazarla, besarla, de coger sus manos y decirle lo mucho que la amé. Una noche calurosa del día veintiocho del mes de Agosto nos dejó.
Mi madre fue velada como se hacía en aquellos años, es decir, en casa y acompañada por todas las vecinas del barrio.24 El dolor Los hombres en la taberna bebiendo a más no poder. A mí me llevaron a la casa de los suegros de mi tía Rosario a pasar la noche. Al día siguiente el coche de las pompas fúnebres partió del cuarenta y uno, como se conocía en el barrio al edificio donde vivían mis abuelos, a las cuatro de la tarde. Una larga comitiva de taxis acompañaba al coche fúnebre en su recorrido al cementerio de las Ventas, donde recibió sepultura en la tierra en una tumba provisional — la que nunca visité— al final del funeral todos los hombres, fueron a las Ventas a comer chuletas en honor al difunto.
Ese día sofocante de agosto inicié mi andadura en solitario que duró varios años, hasta que conocí a Montse, la que años más tarde sería mi esposa. Aquel día dejé para siempre la infancia, me hicieron adulto de golpe, asumí que ya nada sería igual. Para doctorarme en mi nuevo rol, fumé mi primer cigarrillo, un Bisonte, que me dio el Matías, un amigo mayor que yo que vivía en “El Corral”. Ese año suspendí las matemáticas en junio y las aprobé en septiembre, algo que nunca pudo saber mi madre. Nunca más volví al colegio San Martin con mis compañeros. El sueño de mi madre y mi ilusión no se hicieron realidad. No soy médico.

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