4/9/10

El primer salario

Recuerdo cuando recibí por primera vez un “jornal”, tenía catorce años. Era sábado al mediodía, hacíamos jornada inglesa y después de limpiar el taller: de la viruta metálica que dejaban los tornos al tornear las piezas de acero; de reponer la valvulina—una sustancia lechosa que utilizaban para lubricar la herramienta de tornear— y limpiar los tornos, el jefe me llamó a su despecho y me entregó el “sobre” que contenía mi salario, 14 pesetas de la época.

Cuando llegue “al 41” de Berruguete, entré a la taberna y al atravesarla para pasar a la trastienda donde vivíamos, lo hice con paso firme y altanero delante de los parroquianos y de mi abuelo. Era ya un “hombre”, cobraba un sueldo. El sobre se lo entregaba cada semana a mi abuela, ella me solía dar una pequeña parte que junto con la propina de mi padre, me permitía pagarme mis caprichos: el cine, la revista "Selecciones del Reader's Digest" y unos pocos cigarrillos.
El tener que ir a trabajar me había liberado de estar en la taberna despachando y de aguantar las continuas críticas del abuelo, pero como dice un refrán “nunca la dicha es completa”. El dejar a mi hermana a los cuidados de la abuela, me carcomía, precisaba una atención que obviamente ella sola no podía darle. Sentirme “libre” tenía un precio, la voz recurrente de mí conciencia. El recuerdo de mi madre—qué pensaría ella— me hacía sentir culpable, era un secreto inconfesable que me hacía llorar con amargura.
Con el paso del tiempo fui siendo consciente que dentro de mis cualidades, siendo generoso conmigo, —los míos no veían ninguna— la habilidad manual no era una de ellas.
La imaginación, sino la única, era la que más destacaba, disfrutaba ante cualquier posibilidad de innovar, recuerdo que siempre me decían “tienes la cabeza llena de pájaros”. Está característica no me permitía centrarme en el aprendizaje del oficio. Al cabo de un año con la excusa de estudiar a la vez que aprender el oficio, le dije a mi padre que me iba a matricular en la Escuela de Artes y Oficios “Virgen de la Paloma”, mi padre vio el cielo abierto,— eran continuas las quejas del abuelo— volvía a la taberna y a cuidar de mi hermana.14 La Julia (la tercera por la derecha), con mis padres, tios y vecinos de Berruguete La aprobación de mi propuesta, abría ante mí una segunda oportunidad, la de demostrar a mi padre que estaba equivocado: yo sí valía para estudiar.
De nuevo volvía a dar rienda suelta a mi curiosidad, los clientes eran una ventana al mundo desde la que asomarme, desde ella pude observar sus anhelos y preocupaciones y aprendí el poder que tiene la palabra: para herir y consolar.
Cuando la situación se tensaba en el entorno familiar, recurría a la Julia, una vecina del “41”, ella me acogía con cariño y escuchaba mis lamentos. En aquella familia siempre encontré cobijo, “la Julia” estaba casada con “el Venancio” que trabajaba en la fábrica de chocolates Inca, donde había trabajado mi padre, antes de cambiar de profesión y dedicarse a la hostelería.
Vivía con ellos un hijo cuyas características morfológicas siempre me llamaron la atención—mi eterna curiosidad—, su estatura superaba con creces el metro ochenta y era espigado, el más alto del barrio, su padre por contra bajito y rechoncho, que cosas tiene la naturaleza, pensaba. Mi abuelo era cazador “furtivo” y solía ir de cacería a la sierra madrileña a un lugar conocido como el “Cerro San Pedro”, que se hallaba ubicado en el pueblo de Colmenar Viejo a unos treinta km de la capital. Se hacía acompañar de una perra a la que llamábamos “Nube”, su pelo era de color canela,19 El abuelo de caza y su perra Nube delante del cierre de su taberna Astorias muy cariñosa y con buen olfato que le permitía “marcar” la pieza. A la voz del abuelo “la Nube” la levantaba para ser abatida por él. Al decir de los demás cazadores —por las piezas que cobraba— “donde ponía el ojo ponía la bala”, todo y que dicen: que los cazadores son muy exagerados.
De lo que doy fe, es que cuando volvía de caza, eran numerosas las piezas cobradas: perdices, liebres, conejos e incluso de vez en cuando un zorro. Después de haber estado una o dos semanas de cacera, volvía con la tez quemada por el sol— al no ser moreno—, la piel de su cara adquiría un color sonrosado, en la que resaltaban sus pequeños y vivaces ojos azules.
El día de su llegada todo era parabienes y celebración con los compañeros de aventuras. Saciaban la abstinencia etílica bebiendo hasta quedar beodos. El problema surgía a la mañana siguiente, no encontraba nada bien, todo lo que habíamos hecho durante su ausencia estaba mal, jamás valoró nuestro esfuerzo. Mi abuela se lo tomaba con resignación, yo me revelaba, lo que aumentaba la tensión.
De aquellas cacerías yo obtenía mi premio: la abuela era una excelente cocinera, sabía cómo condimentar las distintas piezas, la libre la solía hacer estofada con judías, los conejos fritos con una picada de ajo y perejil. El zorro después de desollado lo dejaba untado con vinagre al sol y serena durante dos días, después lo hacía estofado con patatas. Mí Bocato di Cardinale eran las perdices, las hacía estofadas a la vinagreta y las guardaba en unas vasijas de barro durante una o dos semanas, hasta que el señor de la casa tenía a bien pedirlas, para festejar con sus compadres de aventuras.
Este plato era para mí una tentación: todo comenzaba con una alita, me decía, ¿quién se puede dar cuenta?, total es un ala. Lo malo era que como “en el rascar, todo es comenzar”, no podía parar hasta que daba cuenta de la perdiz.
Mi abuelo muy de la época, no llamaba a mi abuela por su nombre, la decía “chica” cuando estaba de buenas y “señora” cuando se enfurruñaba, que era la mayoría del tiempo. El drama comenzaba con: chica trae las perdices, una vez sentada toda la panda a la mesa, —yo desaparecía— la pobre abuela iba a las vasijas, metía la mano y solo encontraba la vinagreta. Oía al salir por la puerta de la trastienda, juramentos y exabruptos del abuelo contra mi persona. Hoy al recordarlo pienso lo mucho que hice sufrir a la abuela y alcanzo a entender al abuelo, pero para mí era el placer —nunca mejor dicho— de la venganza, a su tiranía.

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