4/9/10

Un nuevo intento

Comencé las clases en la escuela “Virgen de la Paloma” pasado el verano, con quince años cumplidos.

De las cuatro estaciones del año, la que más recuerdos me evoca es la estival. Mis sentidos quedaron impregnados de sensaciones imborrables como: la siesta obligada después del diario hablado de las dos, que imponía al vecindario un respetuoso—que tanto me costaba— silencio solidario; el olor a tierra húmeda que emanaba al regar la calle, para aplacar el “fuego” del verano, “Madrid nueve meses de invierno y tres de infierno” decían los lugareños; el griterío de los juegos de los más menudos; el corrillo que formábamos los adolescentes en torno al narrador afortunado, que había visto la última “peli” de guerra; el palpitar acelerado de mí corazón, ante la presencia del primer amor “platónico”, se llamaba Pili…
Todos aún los puedo visionar y sentir con cerrar los ojos, pero hay uno que recuerdo con gran placer, tal vez fuese el que me incubó el placer de la oratoria.
Al caer la tarde con las primeras sobras de la noche, los vecinos del “41” y algunos otros, sacaban silla y banquetas a la calle y se sentaban en la entrada de la taberna formando un amplio círculo. Se contaban historias reales o inventadas de las que eran protagonistas. Estas pláticas duraban hasta bien entrada la noche. A mí me producía un placer inenarrable, algún día yo también seré—pensaba— el protagonista de una historia. Me había matriculado en la escuela en el horario nocturno, de manera que pudiera compatibilizar las dos condiciones que lo hacían posible: ayudar a los abuelos en la taberna y cuidar de mi hermana.
En las clases de teoría: Matemáticas; Física y Química; Gramática y Literatura; Historia de España; Tecnología y las dos “marías” la F.E.N (formación del espíritu nacional) y Religión.—en el aula éramos unos veinte alumnos cuyas edades oscilaban entre los quince y los veinte años, el más joven de todos era yo— descubrí con agrado que los conocimientos que poseía me permitían obtener buenas notas, en relación al resto de los demás compañeros, algo que se invertía cuando se trataba de las prácticas de taller, a pesar del interés que le ponía.
Algunas veces pienso que no es fruto de la casualidad, mi apellido Guerrero, sí no el reflejo nominal de un condicionante natural que me impulsa a ser contestatario. El profesor que nos daba la F.E.N, era, como no, falangista, pero la verdad es que no le recuerdo dogmático, supongo que se vio en la obligación de dar esa materia por su condición de “ser” y le vino ni que al pelo para ganarse un sobresueldo en aquellos tiempos de necesidad. Otra cosa era el de religión, la impartía un sacerdote salesiano de la orden de San Juan Bosco, que regían la escuela de Artes y Oficios de la Virgen de la Paloma. Todos acataban, con más o menos entusiasmo, la clase de Religión, todos menos yo “el rebelde sin causa”. Esta actitud contestataria de cuestionar lo divino en pro de lo humano me acarreó no pocos problemas.
Después de todo un curso de esfuerzo, no era fácil para mí simultanear las labores en la taberna y cuidados de la “Merche”—como comúnmente la llamábamos a mi hermana— con los estudios, pero la ilusión de la vuelta a clase, y lo que era más importante, tenía una posibilidad de convencer a mi padre de que sí servía para estudiar, me daban fuerzas para hacer frente a cualquier dificultad. Por fin llego Junio y con él los exámenes, saqué buenas notas en teórica y aprobé de misericordia las prácticas, pero poco dura la dicha en la casa del pobre, mí tozudez con el cura de religión me generó un suspenso, lo que significaba en aquellos años que, si no aprobabas en Septiembre la asignatura, no podía pasar al curso siguiente ni continuar en la escuela.
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Estoy seguro, a pesar de que no le tragaba, que habría aceptado el ir a misa los Domingos, condición sine qua non, para aprobar. Pero un orgullo exacerbado por el dolor de la indiferencia, me jugó una mala pasada. Con las notas en la mano e insultante, se las mostré a mi padre esperando de él un reconocimiento a mi esfuerzo, su actitud indiferente—como yo la recuerdo— quebró de nuevo la posibilidad de seguir unos estudios, nunca fui a misa.

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