Una vez más, un orgullo mal entendido, orgullo al fin y al cabo, me cerraba un camino y todo volvía a comenzar de nuevo: servir “chatos” de vino en la taberna y ayudar a la abuela en los cuidados de la Merche. Un día, no recuerdo el por qué, mi abuelo me echó de casa —no sería la única vez— clavó puertas y ventanas con clavos para evitar que pudiera entrar por las puertas de la trastienda o por las ventanas que daban a un patio interior.
Al llegar la noche, y ante la imposibilidad de burlar su vigilancia, decidí ir a buscar a mi padre, al bar “El Desiderio” donde solía ir cada noche, después de salir de los salones “Torres” donde trabajaba de camarero. Estaba asustado no sabía cómo se lo tomaría, pero era mi único recurso, cuando le expliqué la situación se encorajinó y comenzó una retahíla de exabruptos. De nuevo el orgullo dirigió mi decisión, le mandé a la mierda y me fui corriendo calle abajo sin saber a dónde ir. Después de correr durante un rato y llorar, no por miedo sino de rabia, me encaminé hacia el Paseo del General Ricardos en el barrio de Carabanchel, donde vivía mi tía Rosario.
Llegué a la altura de la casa de mi tía pasada las doce de la noche y no me atreví a llamar a la puerta del piso y preocuparla a esas horas intempestivas, así que decidí buscar un lugar donde pasar la noche. Recuerdo que opté por un comercio de electrodomésticos cuya entrada hacía forma de ele, lo que me permitía no ser visto desde el exterior, al situarme al fondo de pasillo que daba acceso a la tienda. Pasé frio y miedo, al amanecer, al salir me vio el “sereno”, que me echó el alto. Recuerdo que temblaba como una hoja, me cacheó para comprobar si había robado algo del escaparate, debí de darle pena cuando le expliqué que había pasado la noche allí porque mi padre no me había dejado entrar en casa por llegar tarde del cine. Después de una reprimenda me dejó marchar.
Este altercado con mi abuelo fue el preludio de otros muchos de diversa índole, pero que siempre tenían el mismo final, me echaba de casa. La primera vez después de mandar a paseo a mi padre, él me buscó una habitación. Pasado un tiempo volví a casa de los abuelos, pues era necesario para cuidar de mi hermana. En las sucesivas expulsiones fui adquiriendo experiencia para burlar su vigilancia. Con paciencia fui quitando los clavos de las puertas de la trastienda y las ventanas del patio, les cortaba la punta con un alicate y clavaba de nuevo la cabeza, sabía que el abuelo no abriría la puerta o las ventanas si observaba en la madera los supuestos clavos. Esta argucia me permitía estar sin ser.
Esta fue la tónica de mi vida durante los siguientes años antes de marcharme definitivamente de Madrid, fue muy similar a lo acaecido después de abandonar los estudios nocturnos en la Escuela Virgen de la Paloma, es decir, a cada nuevo altercado con el abuelo le correspondía la subsiguiente expulsión, unas veces la podía torear, otras se hacían realidad. Con el tiempo aprendí a vivir en permanente incertidumbre. Me sentía totalmente solo, preso en una cárcel del tiempo. Anhelaba ser mayor para huir de aquel entorno, a la vez que sufría, ya que en aquel deseo se hallaba implícito, abandonar a mi hermana.
Estaba a punto de cumplir los diecisiete años cuando mi tío Nicolás me consiguió un trabajo en un taller de reparaciones de coches, básicamente de taxis, donde él llevaba la contabilidad para obtener un sobresueldo. Mi función era llevar el libro de caja, el registro de facturas y el almacén de recambios de piezas y material necesario para las reparaciones de los vehículos. Lo referente a la contabilidad, mis asentamientos en el libro de caja dejaban mucho que desear debido a mi dificultad manual a la hora de escribir de forma pulida, otra cosa era el almacén, fui capaz de subsanar la anarquía organizativa que en el imperaba y francamente con bastante éxito.
Un hecho habitual en mí como es el de la puntualidad, frecuentemente excesiva, —aún hoy en día— no pasó inadvertida por mis jefes, cuya impuntualidad era manifiesta. Esta cualidad, por lo visto poco común y el que fuera sobrino de su contable, propició que me entregaran las llaves del taller y el despacho, para que me encargara de abrirlo yo cada mañana. Esta circunstancia me salvó a menudo de dormir al raso cuando se terciaba una nueva expulsión de casa.
Al cabo de unos meses contrataron a otro administrativo, el hijo de un buen cliente, para suplirme en las funciones administrativas, con lo que pasé a ayudar a los mecánicos, amén de llevar el almacén de recambios. Esta circunstancia no me importó, es más me sentí aliviado. Al poco tiempo ya éramos buenos compañeros, solíamos hablar de nuestros proyectos e ilusiones.
Un día el “José” como le llamaba, vino con un folleto del Ministerio del Trabajo en el que se explicaba la forma y a los países a los que podíamos ir a trabajar a partir de los veintiún años, o en su defecto a los dieciocho con la autorización paterna. Debatimos durante días las múltiples posibilidades que teníamos, tanto de países donde emigrar, así como de ocupaciones que se solicitaban en función de la capacitación profesional. Barajamos distintos países a donde ir, recuerdo que incluso pensamos en Australia y comenzamos a recabar qué documentación precisábamos para poder salir del país como emigrantes. Fuimos a enterarnos al Ministerio de Trabajo que era el que se encargaba de tramitar los contratos en origen.
Mí capacitación profesional era nula. Sólo pude aducir discretos conocimientos en hostelería. En consecuencia me asignaron la labor de casserolier (limpiador de cacerolas).
Mi compañero, cuando le expuso a su padre la intención que teníamos de recorrer mundo, le dijo que yo hiciera lo que me viniera en gana, pero que él, al menos mientras no fuera mayor de edad, se lo sacara de la cabeza, ya que nunca le firmaría la autorización. De nuevo una vez más me quede solo.
La emigración era la única vía de la que disponía para salir del entorno asfixiante que me envolvía, así que decidí comunicarle a mi padre la decisión de irme a trabajar al extranjero. Me sorprendió su comprensión, no puso ninguna pega a mi marcha, tal vez pensó que dada la situación permanente de enfrentamiento que tenía con el abuelo, era mejor para todos que me fuera. Por aquel entonces habían venido a vivir a casa de los abuelos mi tío Paulino, cinco años mayor que yo, su mujer y sus tres hijos. Mi hermana no quedaría desatendida ya que la abuela podría recabar la ayuda de la Angelines la mujer de mi tío Paulino.
Cumplidos los dieciocho inicié los trámites para marchar — concretamente a la estación invernal de Arosa para la temporada de esquí en la zona alemana de Suiza —a primeros de enero. Comienzo los preparativos, he de hacerme con ropa de abrigo, calzado adecuado y una maleta. Un cliente de la taberna me proporciona una pelliza de paño grueso de color marrón y el cuello de piel que me llega casi a la altura de las rodillas, también consigo un jersey tipo “marinero” de lana de color marrón oscuro de cuello vuelto, unos pantalones de pana, un par de camisas y un par de mudas y unos zapatos gruesos de suela de “tocino”, así como una maleta de tamaño mediano de cuero de esas que, además de la cerradura llevaban dos correas con hebilla.
Todo estaba dispuesto para llevar a cabo mi gran ilusión o tal vez la única posibilidad para salir de aquel entorno que me asfixiaba, pero todo y que me sentía pletórico, quedaba un asunto por resolver, el cual me angustiaba, debía comunicar a mi hermana, aún a sabiendas que no me comprendería, mi marcha, y que cuando solicitara mi presencia su “Toñito” ya no vendría.
Fue la noche antes de partir, en la pequeña cocina de la trastienda, cuando le explique, entre lágrimas contenidas por el dolor del alma, que ya, yo nunca más la lavaría y vestiría, como cada día, para ponerla en la silla de ruedas y sacarla a la taberna. Aquel monólogo tratando de justificar el porqué de mi marcha, siempre me acompañará. Entre lágrimas de dolor traté de justificar ante ella, mi deseo de libertad: “te quiero, pero yo no soy culpable y he de partir para vivir”.
Un día de enero a las diez de la noche partí de la estación de Atocha rumbo a Suiza, el anhelo de la esperanza. Instantes antes del último silbido del tren, apareció mi padre para desearme suerte.