20/9/10

Pubertad

Una vez más, un orgullo mal entendido, orgullo al fin y al cabo, me cerraba un camino y todo volvía a comenzar de nuevo: servir “chatos” de vino en la taberna y ayudar a la abuela en los cuidados de la Merche. Un día, no recuerdo el por qué, mi abuelo me echó de casa —no sería la única vez— clavó puertas y ventanas con clavos para evitar que pudiera entrar por las puertas de la trastienda o por las ventanas que daban a un patio interior.

Al llegar la noche, y ante la imposibilidad de burlar su vigilancia, decidí ir a buscar a mi padre, al bar “El Desiderio” donde solía ir cada noche, después de salir de los salones “Torres” donde trabajaba de camarero. Estaba asustado no sabía cómo se lo tomaría, pero era mi único recurso, cuando le expliqué la situación se encorajinó y comenzó una retahíla de exabruptos. De nuevo el orgullo dirigió mi decisión, le mandé a la mierda y me fui corriendo calle abajo sin saber a dónde ir. Después de correr durante un rato y llorar, no por miedo sino de rabia, me encaminé hacia el Paseo del General Ricardos en el barrio de Carabanchel, donde vivía mi tía Rosario.

Llegué a la altura de la casa de mi tía pasada las doce de la noche y no me atreví a llamar a la puerta del piso y preocuparla a esas horas intempestivas, así que decidí buscar un lugar donde pasar la noche. Recuerdo que opté por un comercio de electrodomésticos cuya entrada hacía forma de ele, lo que me permitía no ser visto desde el exterior, al situarme al fondo de pasillo que daba acceso a la tienda. Pasé frio y miedo, al amanecer, al salir me vio el “sereno”, que me echó el alto. Recuerdo que temblaba como una hoja, me cacheó para comprobar si había robado algo del escaparate, debí de darle pena cuando le expliqué que había pasado la noche allí porque mi padre no me había dejado entrar en casa por llegar tarde del cine. Después de una reprimenda me dejó marchar.

Este altercado con mi abuelo fue el preludio de otros muchos de diversa índole, pero que siempre tenían el mismo final, me echaba de casa. La primera vez después de mandar a paseo a mi padre, él me buscó una habitación. Pasado un tiempo volví a casa de los abuelos, pues era necesario para cuidar de mi hermana. En las sucesivas expulsiones fui adquiriendo experiencia para burlar su vigilancia. Con paciencia fui quitando los clavos de las puertas de la trastienda y las ventanas del patio, les cortaba la punta con un alicate y clavaba de nuevo la cabeza, sabía que el abuelo no abriría la puerta o las ventanas si observaba en la madera los supuestos clavos. Esta argucia me permitía estar sin ser.

Esta fue la tónica de mi vida durante los siguientes años antes de marcharme definitivamente de Madrid, fue muy similar a lo acaecido después de abandonar los estudios nocturnos en la Escuela Virgen de la Paloma, es decir, a cada nuevo altercado con el abuelo le correspondía la subsiguiente expulsión, unas veces la podía torear, otras se hacían realidad. Con el tiempo aprendí a vivir en permanente incertidumbre. Me sentía totalmente solo, preso en una cárcel del tiempo. Anhelaba ser mayor para huir de aquel entorno, a la vez que sufría, ya que en aquel deseo se hallaba implícito, abandonar a mi hermana.

Estaba a punto de cumplir los diecisiete años cuando mi tío Nicolás me consiguió un trabajo en un taller de reparaciones de coches, básicamente de taxis, donde él llevaba la contabilidad para obtener un sobresueldo. Mi función era llevar el libro de caja, el registro de facturas y el almacén de recambios de piezas y material necesario para las reparaciones de los vehículos. Lo referente a la contabilidad, mis asentamientos en el libro de caja dejaban mucho que desear debido a mi dificultad manual a la hora de escribir de forma pulida, otra cosa era el almacén, fui capaz de subsanar la anarquía organizativa que en el imperaba y francamente con bastante éxito.

Un hecho habitual en mí como es el de la puntualidad, frecuentemente excesiva, —aún hoy en día— no pasó inadvertida por mis jefes, cuya impuntualidad era manifiesta. Esta cualidad, por lo visto poco común y el que fuera sobrino de su contable, propició que me entregaran las llaves del taller y el despacho, para que me encargara de abrirlo yo cada mañana. Esta circunstancia me salvó a menudo de dormir al raso cuando se terciaba una nueva expulsión de casa.

Al cabo de unos meses contrataron a otro administrativo, el hijo de un buen cliente, para suplirme en las funciones administrativas, con lo que pasé a ayudar a los mecánicos, amén de llevar el almacén de recambios. Esta circunstancia no me importó, es más me sentí aliviado. Al poco tiempo ya éramos buenos compañeros, solíamos hablar de nuestros proyectos e ilusiones.

Un día el “José” como le llamaba, vino con un folleto del Ministerio del Trabajo en el que se explicaba la forma y a los países a los que podíamos ir a trabajar a partir de los veintiún años, o en su defecto a los dieciocho con la autorización paterna. Debatimos durante días las múltiples posibilidades que teníamos, tanto de países donde emigrar, así como de ocupaciones que se solicitaban en función de la capacitación profesional. Barajamos distintos países a donde ir, recuerdo que incluso pensamos en Australia y comenzamos a recabar qué documentación precisábamos para poder salir del país como emigrantes. Fuimos a enterarnos al Ministerio de Trabajo que era el que se encargaba de tramitar los contratos en origen.

Mí capacitación profesional era nula. Sólo pude aducir discretos conocimientos en hostelería. En consecuencia me asignaron la labor de casserolier (limpiador de cacerolas).

Mi compañero, cuando le expuso a su padre la intención que teníamos de recorrer mundo, le dijo que yo hiciera lo que me viniera en gana, pero que él, al menos mientras no fuera mayor de edad, se lo sacara de la cabeza, ya que nunca le firmaría la autorización. De nuevo una vez más me quede solo.

La emigración era la única vía de la que disponía para salir del entorno asfixiante que me envolvía, así que decidí comunicarle a mi padre la decisión de irme a trabajar al extranjero. Me sorprendió su comprensión, no puso ninguna pega a mi marcha, tal vez pensó que dada la situación permanente de enfrentamiento que tenía con el abuelo, era mejor para todos que me fuera. Por aquel entonces habían venido a vivir a casa de los abuelos mi tío Paulino, cinco años mayor que yo, su mujer y sus tres hijos. Mi hermana no quedaría desatendida ya que la abuela podría recabar la ayuda de la Angelines la mujer de mi tío Paulino.

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Cumplidos los dieciocho inicié los trámites para marchar — concretamente a la estación invernal de Arosa para la temporada de esquí en la zona alemana de Suiza —a primeros de enero. Comienzo los preparativos, he de hacerme con ropa de abrigo, calzado adecuado y una maleta. Un cliente de la taberna me proporciona una pelliza de paño grueso de color marrón y el cuello de piel que me llega casi a la altura de las rodillas, también consigo un jersey tipo “marinero” de lana de color marrón oscuro de cuello vuelto, unos pantalones de pana, un par de camisas y un par de mudas y unos zapatos gruesos de suela de “tocino”, así como una maleta de tamaño mediano de cuero de esas que, además de la cerradura llevaban dos correas con hebilla.

Todo estaba dispuesto para llevar a cabo mi gran ilusión o tal vez la única posibilidad para salir de aquel entorno que me asfixiaba, pero todo y que me sentía pletórico, quedaba un asunto por resolver, el cual me angustiaba, debía comunicar a mi hermana, aún a sabiendas que no me comprendería, mi marcha, y que cuando solicitara mi presencia su “Toñito” ya no vendría.

Fue la noche antes de partir, en la pequeña cocina de la trastienda, cuando le explique, entre lágrimas contenidas por el dolor del alma, que ya, yo nunca más la lavaría y vestiría, como cada día, para ponerla en la silla de ruedas y sacarla a la taberna. Aquel monólogo tratando de justificar el porqué de mi marcha, siempre me acompañará. Entre lágrimas de dolor traté de justificar ante ella, mi deseo de libertad: “te quiero, pero yo no soy culpable y he de partir para vivir”.

Un día de enero a las diez de la noche partí de la estación de Atocha rumbo a Suiza, el anhelo de la esperanza. Instantes antes del último silbido del tren, apareció mi padre para desearme suerte.

4/9/10

Un nuevo intento

Comencé las clases en la escuela “Virgen de la Paloma” pasado el verano, con quince años cumplidos.

De las cuatro estaciones del año, la que más recuerdos me evoca es la estival. Mis sentidos quedaron impregnados de sensaciones imborrables como: la siesta obligada después del diario hablado de las dos, que imponía al vecindario un respetuoso—que tanto me costaba— silencio solidario; el olor a tierra húmeda que emanaba al regar la calle, para aplacar el “fuego” del verano, “Madrid nueve meses de invierno y tres de infierno” decían los lugareños; el griterío de los juegos de los más menudos; el corrillo que formábamos los adolescentes en torno al narrador afortunado, que había visto la última “peli” de guerra; el palpitar acelerado de mí corazón, ante la presencia del primer amor “platónico”, se llamaba Pili…
Todos aún los puedo visionar y sentir con cerrar los ojos, pero hay uno que recuerdo con gran placer, tal vez fuese el que me incubó el placer de la oratoria.
Al caer la tarde con las primeras sobras de la noche, los vecinos del “41” y algunos otros, sacaban silla y banquetas a la calle y se sentaban en la entrada de la taberna formando un amplio círculo. Se contaban historias reales o inventadas de las que eran protagonistas. Estas pláticas duraban hasta bien entrada la noche. A mí me producía un placer inenarrable, algún día yo también seré—pensaba— el protagonista de una historia. Me había matriculado en la escuela en el horario nocturno, de manera que pudiera compatibilizar las dos condiciones que lo hacían posible: ayudar a los abuelos en la taberna y cuidar de mi hermana.
En las clases de teoría: Matemáticas; Física y Química; Gramática y Literatura; Historia de España; Tecnología y las dos “marías” la F.E.N (formación del espíritu nacional) y Religión.—en el aula éramos unos veinte alumnos cuyas edades oscilaban entre los quince y los veinte años, el más joven de todos era yo— descubrí con agrado que los conocimientos que poseía me permitían obtener buenas notas, en relación al resto de los demás compañeros, algo que se invertía cuando se trataba de las prácticas de taller, a pesar del interés que le ponía.
Algunas veces pienso que no es fruto de la casualidad, mi apellido Guerrero, sí no el reflejo nominal de un condicionante natural que me impulsa a ser contestatario. El profesor que nos daba la F.E.N, era, como no, falangista, pero la verdad es que no le recuerdo dogmático, supongo que se vio en la obligación de dar esa materia por su condición de “ser” y le vino ni que al pelo para ganarse un sobresueldo en aquellos tiempos de necesidad. Otra cosa era el de religión, la impartía un sacerdote salesiano de la orden de San Juan Bosco, que regían la escuela de Artes y Oficios de la Virgen de la Paloma. Todos acataban, con más o menos entusiasmo, la clase de Religión, todos menos yo “el rebelde sin causa”. Esta actitud contestataria de cuestionar lo divino en pro de lo humano me acarreó no pocos problemas.
Después de todo un curso de esfuerzo, no era fácil para mí simultanear las labores en la taberna y cuidados de la “Merche”—como comúnmente la llamábamos a mi hermana— con los estudios, pero la ilusión de la vuelta a clase, y lo que era más importante, tenía una posibilidad de convencer a mi padre de que sí servía para estudiar, me daban fuerzas para hacer frente a cualquier dificultad. Por fin llego Junio y con él los exámenes, saqué buenas notas en teórica y aprobé de misericordia las prácticas, pero poco dura la dicha en la casa del pobre, mí tozudez con el cura de religión me generó un suspenso, lo que significaba en aquellos años que, si no aprobabas en Septiembre la asignatura, no podía pasar al curso siguiente ni continuar en la escuela.
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Estoy seguro, a pesar de que no le tragaba, que habría aceptado el ir a misa los Domingos, condición sine qua non, para aprobar. Pero un orgullo exacerbado por el dolor de la indiferencia, me jugó una mala pasada. Con las notas en la mano e insultante, se las mostré a mi padre esperando de él un reconocimiento a mi esfuerzo, su actitud indiferente—como yo la recuerdo— quebró de nuevo la posibilidad de seguir unos estudios, nunca fui a misa.

El primer salario

Recuerdo cuando recibí por primera vez un “jornal”, tenía catorce años. Era sábado al mediodía, hacíamos jornada inglesa y después de limpiar el taller: de la viruta metálica que dejaban los tornos al tornear las piezas de acero; de reponer la valvulina—una sustancia lechosa que utilizaban para lubricar la herramienta de tornear— y limpiar los tornos, el jefe me llamó a su despecho y me entregó el “sobre” que contenía mi salario, 14 pesetas de la época.

Cuando llegue “al 41” de Berruguete, entré a la taberna y al atravesarla para pasar a la trastienda donde vivíamos, lo hice con paso firme y altanero delante de los parroquianos y de mi abuelo. Era ya un “hombre”, cobraba un sueldo. El sobre se lo entregaba cada semana a mi abuela, ella me solía dar una pequeña parte que junto con la propina de mi padre, me permitía pagarme mis caprichos: el cine, la revista "Selecciones del Reader's Digest" y unos pocos cigarrillos.
El tener que ir a trabajar me había liberado de estar en la taberna despachando y de aguantar las continuas críticas del abuelo, pero como dice un refrán “nunca la dicha es completa”. El dejar a mi hermana a los cuidados de la abuela, me carcomía, precisaba una atención que obviamente ella sola no podía darle. Sentirme “libre” tenía un precio, la voz recurrente de mí conciencia. El recuerdo de mi madre—qué pensaría ella— me hacía sentir culpable, era un secreto inconfesable que me hacía llorar con amargura.
Con el paso del tiempo fui siendo consciente que dentro de mis cualidades, siendo generoso conmigo, —los míos no veían ninguna— la habilidad manual no era una de ellas.
La imaginación, sino la única, era la que más destacaba, disfrutaba ante cualquier posibilidad de innovar, recuerdo que siempre me decían “tienes la cabeza llena de pájaros”. Está característica no me permitía centrarme en el aprendizaje del oficio. Al cabo de un año con la excusa de estudiar a la vez que aprender el oficio, le dije a mi padre que me iba a matricular en la Escuela de Artes y Oficios “Virgen de la Paloma”, mi padre vio el cielo abierto,— eran continuas las quejas del abuelo— volvía a la taberna y a cuidar de mi hermana.14 La Julia (la tercera por la derecha), con mis padres, tios y vecinos de Berruguete La aprobación de mi propuesta, abría ante mí una segunda oportunidad, la de demostrar a mi padre que estaba equivocado: yo sí valía para estudiar.
De nuevo volvía a dar rienda suelta a mi curiosidad, los clientes eran una ventana al mundo desde la que asomarme, desde ella pude observar sus anhelos y preocupaciones y aprendí el poder que tiene la palabra: para herir y consolar.
Cuando la situación se tensaba en el entorno familiar, recurría a la Julia, una vecina del “41”, ella me acogía con cariño y escuchaba mis lamentos. En aquella familia siempre encontré cobijo, “la Julia” estaba casada con “el Venancio” que trabajaba en la fábrica de chocolates Inca, donde había trabajado mi padre, antes de cambiar de profesión y dedicarse a la hostelería.
Vivía con ellos un hijo cuyas características morfológicas siempre me llamaron la atención—mi eterna curiosidad—, su estatura superaba con creces el metro ochenta y era espigado, el más alto del barrio, su padre por contra bajito y rechoncho, que cosas tiene la naturaleza, pensaba. Mi abuelo era cazador “furtivo” y solía ir de cacería a la sierra madrileña a un lugar conocido como el “Cerro San Pedro”, que se hallaba ubicado en el pueblo de Colmenar Viejo a unos treinta km de la capital. Se hacía acompañar de una perra a la que llamábamos “Nube”, su pelo era de color canela,19 El abuelo de caza y su perra Nube delante del cierre de su taberna Astorias muy cariñosa y con buen olfato que le permitía “marcar” la pieza. A la voz del abuelo “la Nube” la levantaba para ser abatida por él. Al decir de los demás cazadores —por las piezas que cobraba— “donde ponía el ojo ponía la bala”, todo y que dicen: que los cazadores son muy exagerados.
De lo que doy fe, es que cuando volvía de caza, eran numerosas las piezas cobradas: perdices, liebres, conejos e incluso de vez en cuando un zorro. Después de haber estado una o dos semanas de cacera, volvía con la tez quemada por el sol— al no ser moreno—, la piel de su cara adquiría un color sonrosado, en la que resaltaban sus pequeños y vivaces ojos azules.
El día de su llegada todo era parabienes y celebración con los compañeros de aventuras. Saciaban la abstinencia etílica bebiendo hasta quedar beodos. El problema surgía a la mañana siguiente, no encontraba nada bien, todo lo que habíamos hecho durante su ausencia estaba mal, jamás valoró nuestro esfuerzo. Mi abuela se lo tomaba con resignación, yo me revelaba, lo que aumentaba la tensión.
De aquellas cacerías yo obtenía mi premio: la abuela era una excelente cocinera, sabía cómo condimentar las distintas piezas, la libre la solía hacer estofada con judías, los conejos fritos con una picada de ajo y perejil. El zorro después de desollado lo dejaba untado con vinagre al sol y serena durante dos días, después lo hacía estofado con patatas. Mí Bocato di Cardinale eran las perdices, las hacía estofadas a la vinagreta y las guardaba en unas vasijas de barro durante una o dos semanas, hasta que el señor de la casa tenía a bien pedirlas, para festejar con sus compadres de aventuras.
Este plato era para mí una tentación: todo comenzaba con una alita, me decía, ¿quién se puede dar cuenta?, total es un ala. Lo malo era que como “en el rascar, todo es comenzar”, no podía parar hasta que daba cuenta de la perdiz.
Mi abuelo muy de la época, no llamaba a mi abuela por su nombre, la decía “chica” cuando estaba de buenas y “señora” cuando se enfurruñaba, que era la mayoría del tiempo. El drama comenzaba con: chica trae las perdices, una vez sentada toda la panda a la mesa, —yo desaparecía— la pobre abuela iba a las vasijas, metía la mano y solo encontraba la vinagreta. Oía al salir por la puerta de la trastienda, juramentos y exabruptos del abuelo contra mi persona. Hoy al recordarlo pienso lo mucho que hice sufrir a la abuela y alcanzo a entender al abuelo, pero para mí era el placer —nunca mejor dicho— de la venganza, a su tiranía.