11/2/10

Mi calle


Cerca del 41 de la calle Berruguete de la ciudad del no pasarán, donde mis abuelos poseían una taberna, vivía un boxeador, el ídolo popular del barrio Estrecho, cuyo nombre profesional era YOUNG MARTIN, fue campeón de Europa en los años cincuenta y llegó a disputar la corona mundial al argentino Pascual Pérez, con el que perdió. Todos los chicos del bario queríamos emular sus hazañas y los mayores tenían a gala considerarse sus amigos.

Cada día le veía pasar con su flamante RENAULT (cuatro/cuatro utilitario) de color rojo, subir y bajar a toda velocidad por la calle. Era todo un espectáculo, en aquellos tiempos donde apenas transitaban por mi calle otros vehículos, que no fueran carros. Solía controlar las horas a las que pasaba y recuerdo que una de ellas siempre coincidía con el diario hablado de las dos. El rugir del motor de su coche era música celestial para mis oídos. Y pensaba, algún día seré un boxeador famoso y podré tener también un coche.     

El inicio de mi sueño comienza con unos guantes de boxeo que el tío Nico me regaló. Los dos solíamos realizar combates en la taberna de mis abuelos. El cuadrilátero lo formaban cuatro banquetas colocadas en los vértices, unidas por unas cuerdas imaginarias. Los focos, las tres bombillas de 60 W que iluminaban la taberna. El gong un almirez de bronce, que al golpearlo con el mango marcaba los tiempos de los asaltos. La atmósfera, como la de las veladas del Price, los parroquianos enardecidos jaleaban.

Nico se ponía de cuclillas para estar a mi altura, yo trataba de dirigir algún gancho con la derecha a su mentón al hacerlo abría mi guardia, con lo que recibía algún directo a mi nariz, haciendo que sangrara con facilidad. El árbitro, un parroquiano, me hacía ir a mi rincón para cortar la hemorragia, colocando algodones en los orificios nasales y, una vez controlada, reiniciábamos el combate de nuevo. El combate concluía con la victoria de Nico a los puntos;  en ese momento, por mis mejillas, enrojecidas, sudorosas, se deslizaban unas lágrimas, no por el castigo recibido, sino por la derrota, un sentimiento de orgullo ponía en mi boca: ¡Tío, quiero la revancha!

Aquella actitud me ha acompañado toda mi vida desde la adolescencia. Fui consciente en la mili de que, el orgullo nos puede causar dolor. Un sargento de complemento siempre me decía: Guerrero, las ordenes son para cumplirlas no para cuestionarlas ¿por que, Guerrero, por qué? ¡Quedas arrestado!    

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

y la edad hizo que sigas aun ahora luchando y mira por donde cuidando de tus "dolores".Animo levantate y camina.