Un nuevo amanecer “Suiza”
Bongiorno gritó Doménico— un Napolitano que trabajaba de ayudante en la cocina del hotel Brüggli— ¡bongiorn! respondieron mis compañeros —italianos— de “cámara” al unísono. Yo no contesté, pero supuse que nos daba los buenos días. A la habitación, todo y que tenía un amplio ventanal, no entraba luz alguna a pesar de ser las ocho de la mañana, lo que me sorprendió. ¿Tal vez en Suiza amanece más tarde que en España? — Pensé — más no tardé en descubrir la causa, la nevada—el silencio blanco— de la noche había cubierto el amplio ventanal. Una vez aseados y recogida la habitación, Doménico nos acompañó al comedor del personal del hotel para desayunar. Me llamó la atención el tipo de pan—color negro—, era de centeno, había leche, café, mantequilla—“burro” curiosa manera de nombrarla— y mermeladas, nos pudimos servir cuantas veces nos apeteció. Cumplido el tiempo del desayuno, aproximadamente una media hora, nos acompañó a la cocina y nos presentó al jefe de cocina, el Chef señor”Herr Krug” que imponía por su estatura y volumen corporal, un suizo alemán que, como yo, era fiel a su lengua materna. De manera que era “Doménico” quien me hacía de intérprete, pues a pesar de no hablar castellano, nuestra cuna común de lenguaje, amén de la mímica expresiva lo hacía posible.
La jornada del día se iniciaba a las 6.30 cuando despuntaba el sol: recogíamos la habitación y una vez aseados, sobre las siete íbamos al comedor del personal a desayunar, media hora más tarde comenzábamos nuestros respectivos cometidos en la cocina. Siempre atento a las órdenes del Chef que me eran “transmitidas por Doménico”. A las pocas semanas ya era capaz de cumplir sus deseos, todo y que no entendía nada de Alemán excepto: “Ja; Nee; Herr; Frauen; Guten Morgen; Guten Nacht “había adquirido una habilidad—fruto de la necesidad—como los bebés, capaz de comprender a través de los tonos de voz y los gestos. Fue tal el progreso mental que llegué a deducir cuando hablaban de mí.
No sé por qué a mí me asignaron el trabajo de “casserolier”, limpiar los utensilios de cocina: cazuelas, marmitas, sartenes, bandejas para el horno etc. A la vez cuidarme de pelar patatas— “kartoffeln”, tubérculo muy popular por esos lares— para lo que debía utilizar una máquina: una especie de centrifugadora con paredes abrasivas y un flujo continúo de agua, lo que permitía arrastrar las pelas por un desagüe. El consumo de las famosas “kartoffeln” era tal que solía pasar por la peladora un saco de entre unos 30 o 40 Kg a diario.
Todos los oficios requieren de un aprendizaje—aún este tan aparentemente básico— y obviamente del tutor que te marque las pautas a seguir, así como sus secretos. A mí me debieron ver muy espabilado, de manera que nadie mostró ningún interés en enseñarme. Los fui descubriendo no sin sufrimiento. Dieron por supuesto que yo debía conocer el código que en el mundillo culinario impera, cuando un recipiente recién salido del fuego o del horno es dejado para su limpieza por el “casserolier”, no era otro que una pequeña marca en las asas con harina. Deducirlo me costó unas cuantas ampollas.
El personal del hotel estaba constituido por un entramado cultural muy heterogéneo, italianos, españoles, franceses, argentinos, alemanes y suizos cantonales. Todos teníamos diversas razones para estar allí: profesionales; económicas; aventura o como yo, necesidad de libertad.
En ese mundo de Babel aprendí valores como: la dignidad; la tolerancia, la generosidad; el respeto al diferente y el poder del diálogo. Mi relación con los compañeros de habitación ”cámara” era cordial, a la vez que diferente con cada uno de ellos, pues aun siendo ambos italianos, Marco , era de la región de Lombardía: alto; fuerte, cumplidor y reservado, Giuseppe, de la región de la Campania concretamente de Nápoles: bajito; mentiroso; alegre y generoso.
Si bien desayunar a las siete de la mañana y comer a esas horas: embutido; huevos; tocino frito; cereales; amén del café con leche, bollería, y burro, así denominaban a la mantequilla a pesar de que en alemán es butter— no sé porque utilizaban la expresión italiana—, se me hacía cuesta arriba, a lo que de verdad más me costó acostumbrarme fue el comer a las once, una hora antes servir el almuerzo a los clientes. Comíamos todos los trabajadores juntos en una mesa amplia y en otra los cocineros con el Chef presidiendo la mesa. Los días de la semana que más disfrutaba comiendo, eran aquellos, en que los clientes del hotel tenían en el menú pollo rustido.
A la familia como se le denomina a los que comen en grupo en la hostelería, ese día le daban pollo rustido: el espinazo junto con el culo y las dos pequeñas porciones de carne ubicadas en sendas oquedades próximas a él. A mí que comía pollo en Madrid solo por Navidad, aquel manjar era bocatto di cardinale, es aún ahora, que me puedo permitir degustar un pollo rustido, solo me como de él, lo mismo que antaño. Obviamente los cocineros comían muslo o pechuga. Yo nunca les envidié por ello.
El trabajo que realizaba, si bien no era agotador, si tenía momentos de tensión, sobre todo durante los servicios de comida y cena. Aún teniendo todo dispuesto de antemano, en los momentos álgidos del servicio al comedor, podían requerirme con cierta premura algún utensilio—utilizado con anterioridad—para la elaboración de algún plato de la carta. Entre la tensión ambiental y la dificultad de comprensión—se dirigían a mí en alemán— no fueron pocas la veces que limpie el utensilio equivocado, aumentando la excitación del momento.
También era frecuente que se acabaran las dichosas “kartoffeln”, a lo que digiriéndose a mí acaloradamente, el Chef ”Herr Krug” espetaba “Anto…súbito kartoffeln bitte”, los primeros días como si me hablara en alemán, después como los bebés por la expresión y tono sabía que lo que quería es que pelara más patatas en la máquina “centrifugadora” . Aprendí a estar ojo avizor. La jornada de la mañana finalizaba —como el diario hablado en España— a las dos y media y no nos incorporábamos a la cocina hasta las seis de la tarde, en el intervalo a las cuatro y treinta minutos, podíamos ir al comedor de personal a tomar un té con pastas, al principio no me agradaba, pero le fui cogiendo el gusto de tal manera que era uno de los momentos de relax que más disfrutaba, pues me permitía poder conocer y hablar con mis compañeros usando ese leguaje ancestral de gestos y tonos guturales inconexos, una amalgama de lenguas, en que como en el mito de Babel, nos esforzábamos en comprendernos.
El turno de tarde comenzaba a las seis y finalizaba a las nueve.
Cenábamos antes del servicio del comedor y finalizado el mismo sobre las nueve, antes de ir a la “cámara”, nos daban un resopón. A las diez de la noche —como en el diario hablado de las diez en España— todos a la cama. Felices sueños.
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