1/11/11

El sueño

Al cabo de unos días de haberse inaugurado la Exposición, al finalizar mi turno —el de mañana— me comunicaron que Mme., Monnet solicitaba mi presencia en su despacho. Rápidamente realicé un repaso memorístico sobre todo lo acaecido en el trabajo durante estos días transcurridos, pues la verdad es que me sentí un tanto inquieto, no había en mis recuerdos ningún hecho que pudiera ser merecedor de una amonestación, pero a pesar de ello aún me asaltaba cierto temor. Golpeé con los nudillos la puerta de su despacho con cierta timidez. Mme., Monnet la abrió: Pase Sr. Alonso, por favor tome asiento, y me comentó: hoy han llegado de España cuatro compatriotas suyas que se incorporan a trabajar con nosotros, le estaría muy agradecida si fuera tan amable de acompañarlas y mostrarles sus aposentos, si no tiene ningún inconveniente. Ninguno, contesté.

Eran cuatro chicas, una gallega y tres del foro (Madrid). Había cumplido los dieciocho y mi experiencia con las mujeres —por aquel entonces— era nula, mí timidez la suplía con un cierta dureza a lo John Wayne o haciendo gala de ser un taciturno e indiferente a lo Paul Newman. Mi relación, con ellas ya nació muerta fruto de mi timidez, ésta solo se limitó a un breve saludo cortés en el trabajo y poco más, siempre interpreté el papel de hombre duro y taciturno.

La alternancia en los turnos de trabajo —mañana o tarde— me dió la posibilidad de poder descubrir la ciudad en los diferentes momentos del día mañana, tarde o noche. La mañana tenía para mí un especial encanto, me permitía vivir de forma ficticia un deseo truncado por la contingencia de la vida, la de ir a la Universidad y estudiar en la Facultad de Medicina. Mi infancia estaba estrechamente vinculada al sufrimiento provocado por la enfermedad. No recuerdo cuando nació en mí este deseo vocacional, sin embargo sí, del momento en el que fui consciente del mismo.

Solía ir a la biblioteca ubicada en el Ayuntamiento del barrio en que residía. Tenía nueve o diez años. Había en las estantería un libro que siempre me paraba a contemplarlo “Cuerpos y Almas” de Meersch Maxence Van Der. Un día me decidí a solicitarlo —a pesar de su volumen—. Fue grande mi decepción, era solo para adultos. La bibliotecaria ante mi reiterada insistencia me narró su argumento. Desde ese instante soñé con que algún día iría a la Facultad de Medicina.

Dos libros me acompañaron a Suiza: una Historia de la filosofía y un tomo descriptivo sobre los diferentes tipos de Neoplasias. En los días que trabajaba en el turno de tarde solía ir —con mis dos libros en ristre— a la catedral de Lausanne, situada en barrio viejo de la ciudad. Allí cada mañana solía poblarse de estudiantes de diversas Facultades entre clase y clase. La catedral gótica del siglo XVI confería al entorno un sugestivo ambiente romántico complementado con la existencia de diversos cafés en la zona.

Yo con mis dos libros en ristre mezclándome entre ellos —por deseo y edad— me hacía sentirme uno más. Tuvieron que pasar diez años y el amor de una mujer para hacer realidad un sueño.

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