“El duelo a garrotazos”.
A día de hoy, si le preguntamos a cualquier ciudadano de nuestro país cual es el régimen político por el que nos regimos, de forma ostentosa afirmará que democrático, pero si le rogamos que nos defina qué es ser un ciudadano demócrata y cuáles son sus derechos y obligaciones, seguramente que sus respuestas no adolecerán de rigor político. Similar al conductor que sabe conducir un vehículo e ignora el código de la circulación. Siendo grave la ignorancia del ciudadano de a pie, lo que resulta chocante es que nuestros políticos, a los que se les supone conocer derechos y deberes democráticos, los pretendan ningunear.
En el siglo V a.c, en la batalla naval de Arginusas, los atenienses se enfrentaron a los espartanos. La victoria sonrió a los atenienses, pero los elementos jugaron en su contra. Una tormenta con viento huracanado hundió a 25 de sus naves, no pudiendo recoger a los ahogados ni socorrer a los náufragos.
La noticia en Atenas fue considerada una catástrofe y el pueblo soliviantado contra los comandantes pidió que fueran ajusticiados por impiedad —entre los que les azuzaban se encontraba Alcibíades–. Esta propuesta debería ser aceptada por el “prítano” que presidia la asamblea, que venía a ser como un presidente del Gobierno de Atenas. Aquel día, era Sócrates.
A pesar de la efervescencia emocional colectiva, Sócrates tuvo que enfrentarse a la asamblea en defensa de las leyes. Él considero que la voluntad de un pueblo nunca puede estar por encima de las leyes que ese mismo pueblo de forma democrática se ha dado. “Fui el único prítano que se atrevió a oponerse a vuestra voluntad para impedir la violación de las leyes”, relata ante la asamblea en su defensa en el juicio contra él, por pervertir supuestamente con sus diálogos a los jóvenes de Atenas, cuya sentencia fue a muerte ingiriendo la cicuta.
Lo que plantea Sócrates afecta al núcleo mismo de las convicciones democráticas. Si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿puede haber alguna autoridad superior a la del pueblo reunido en asamblea?. Sócrates, contesta que sí. La ley que ha sido aprobada por ese mismo pueblo con la intención de regirse a sí mismo con justicia.
El poder del pueblo es poder, pero desprovisto del constreñimiento de la ley, no necesariamente es un poder sensato.
En la democracia real cabe toda propuesta amparada por la Carta Magna. No es menos cierto que no debe ser esta un corsé que impida su proceso evolutivo en el correr de los tiempos. No nos hemos de regir por los sentimientos emotivos que enaltezcan valores fuera del orden constitucional, todo y aun siendo justos para una colectividad. No puede ser la razón de la fuerza, sino la fuerza de la razón, la que motive al dialogo pausado y democrático. Nuestra historia común en la “piel de toro”, la supo plasmar gráficamente en un lienzo el insigne pintor aragonés Goya.
Somos un collage de pueblos condenados a entendernos, que en su conjunto constituyen un país llamado España. Es esta diversidad de pasiones y razones la que nos confiere una identidad. No es la parte de un todo, sino la suma de las partes, la que nos permitirá algún día ser reconocidos como un pueblo capaz, a pesar de sus diversas idiosincrasias, de ser generoso.
La oración fúnebre de Pericles define lo que fue la democracia en Atenas:
“Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos y más que imitadores de los demás somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos, no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie en razón de su pobreza, encuentra obstáculos, debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad”.
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