21/6/11

Exposición Nacional Suiza, Lausanne

El día treinta de Abril del 1964 daba comienzo la Exposición Nacional Suiza en la ciudad de Lausanne. Cinco días antes del acto inaugural, me presenté en el pabellón de la Escuela de Hostelería de Lausanne a las nueve de la mañana. Con puntualidad suiza hice acto de presencia, debía presentarme a madame Monnet. Utilizando los conocimientos que había adquirido de italiano dije: li prego per favore madame Monnet. La persona que me atendió, me rogó que esperara. Al instante apareció ante mí madame Monnet, una mujer de unos treinta años de complexión fuerte y figura contorneada, cuya estatura natural más o menos de uno ochenta, la acrecentaba unos tacones de aguja, elevándola por encima de los mortales al extremo de intimidar, que unido a sus finas y esculpidas facciones la hacía parecer una diosa del Olimpo. Buenos días Sr. Alonso, me dijo en un perfecto castellano, ¿ha tenido buen viaje?, nos agrada tenerle entre nosotros. Esbocé una sonrisa como respuesta, pues no fui capaz de articular palabra. Después de este breve encuentro con Mme Monnet sin discontinuidad en el tiempo, la persona de acogida del personal que, de forma programada se iría incorporando, me acompañó a mostrarme el que sería mí alojamiento durante los próximos seis meses en la exposición.

Eran unos barracones, ubicados por debajo de “La Place de Milán“ —ya contada— con capacidad para veinticuatro trabajadores. Disponían de doce habitaciones dobles, de tres por tres metros, seis a cada lado de un pasillo central. Al inicio del mismo se hallaban ubicados los aseos y duchas comunes. Cada habitación tenía dos taquillas individuales, amén de las dos camas equipadas y un par de toallas de baño para cada usuario. Cada semana nos repondrían las sabanas y toallas, me informa. Entre las normas de convivencia hizo hincapié en respeto mutuo y en guardar silencio absoluto a partir de las 22 horas. Al despedirnos me entregó un carnet, el que habría de utilizar como salvoconducto para tener acceso a la exposición.

La “cámara” que me asignaron era la número 6 al final del pasillo, lo que significaba una ventaja, ya que solo tenía una habitación anterior a la mía. Fui el primero en ocuparla, lo que me permitió escoger cama, adosada a la pared final del barracón. El compañero que vino días más tarde, un italiano de unos 50 años, no sé por qué circunstancia solo estuvo conmigo un mes en la habitación. El resto del tiempo hasta la clausura de la exposición estuve solo. Una vez alojado me presentaron al chef de cocina M., Roland Dreyfus, un hombre de estatura mediana, serio, pero correcto en el trato, nada que ver con el voluminoso y encarado del chef Kurt de Arosa. Me informó de mi cometido — casserolier, limpiar cacerolas etc. — así como del horario una semana de ocho de la mañana a cuatro de la tarde y otra de cuatro a diez de la noche con un día festivo, los martes, a la semana. El compañero con el que rotaría era otro español gallego—de nombre Manolo como los serenos en Madrid— para más señas, con el que nunca congenié. El día de asueto nos lo teníamos que cubrir entre nosotros.

Los últimos tres o cuatro días antes de la inauguración, el personal responsable de la cocina: cocineros y subalternos nos dedicamos a poner todo a punto para el evento, lo que me permitió conocerlos y ubicar a cada uno según su jerarquía de responsabilidad. Uno de los trabajadores que más me llamó la atención, fue el encargado del almacén. Era un alemán de unos veinticinco años, espigado y de temperamento enérgico, que respondía a la voz de Kurt. Me llamó la atención que siempre que le observaba se hallaba corriendo en dirección a la cocina, transportando materias primas o enseres, el retorno al almacén también lo hacía a la carrera, al llegar a la altura de la puerta de vidrio del almacén, esta se abría con prontitud, sin que aquel alemán tuviera que detenerse a tocar ningún resorte, algo que me intrigó sobremanera ¿Sí no toca ningún botón? ¿Cómo la abre?

El día treinta de Abril quedó solemnemente inaugurada la Exposición Nacional de Suiza en Lausanne, con un joven emigrante: ilusionado e intrigado por una puerta de vidrio, que se abría como la cueva de Alí Babá con la frase ¡Ábrete Sésamo!

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