Hace poco tuvimos a los hijos de mi hija mayor en casa. Al pequeño le mostraba un cuento y después de visionarlo repetidas veces, comencé a hacerle carantoñas, muecas y cosquillas en la barriga, de tal forma reía que se transformó en pura carcajada. Al cabo de un rato, tal agitación empezó a hacerme mella, así que decidí reclamar la ayuda de su padre, cuál fue mi sorpresa, cuando al coger el testigo mi yerno, mi nieto dijo: El papa no, el abuelo. Esta anécdota me hizo pensar, en lo poco que necesitamos para gozar.
El TBO
Me vinieron a la mente, recuerdos inconexos de mi infancia que por una u otra razón, me hicieron feliz… Mi padre hacía semana inglesa en la fábrica Inca de chocolates donde trabajaba de bombonero. Los sábados eran especiales. Durante algunos años siempre me trajo el comic El TBO. Para mí era un momento sublime que esperaba con impaciencia. Después de hojearlo, leía con detenimiento sus diversas historietas, en especial la de la Familia Ulises, pero siempre dejaba para el final la que más me fascinaba, la del profesor Franz de Copenhague Los Inventos del TBO. Algo tan humilde como las historietas de un tebeo me hacían gozar y la felicidad que me producían daba de sí para toda una semana y me mantenía la ilusión a la espera del próximo sábado.
La imaginación
Hay cualidades que pueden rayar el paroxismo. Mi padre era tan honrado que a pesar de trabajar en una fábrica de chocolates y bombones nunca trajo a casa ni un mísero bombón. Recuerdo que cuando llegaba de trabajar, además del beso de bienvenida, había una cosa que me encantaba hacer y que esperaba con inquietud: coger sus gruesas y grandes manos —así las recuerdo— y oler el aroma que desprendían a chocolate. Al cerrar los ojos era como si estuviera degustando el más exquisito bombón del mundo, no me cansaba de olerlas. Con que poco uno puede ser dichoso si posee imaginación. El Mayo del 68 acuñó una frase que hacer honor a este recuerdo “La imaginación al poder”.
La ilusión
Las posibilidades económicas de mis padres eran más bien escasas, lo que hacía que cualquier acontecimiento fuera de lo habitual supusiera para mí algo extraordinario. Aún tengo presente como si fuera a suceder a día de hoy la primera y única vez que tuve la oportunidad de ir al circo. Recuerdo que pasé toda la semana impaciente, en espera de que llegara el domingo para ir al Circo Price a la sesión de tarde. Aunque era un acontecimiento, lo que lo hizo especial fue el hecho de que por primera vez fuéramos solos los dos. Tal vez guardo tan grato recuerdo de aquel día porque nunca más volvió a suceder algo similar en nuestras vidas.
De estreno
Un niño con zapatos nuevos. Mi padre era de una estatura normal para su época, es decir, de uno sesenta, tenía un pie más bien pequeño, calzaba un cuarenta de talla. Con diez años yo ya podía calzarme sus zapatos, me iban un poco grandes, pero las necesidades económicas por un lado y el orgullo para mí de poder usarlos, convertían unos zapatos viejos en un regalo. No siempre podíamos ponerles un par de “medias suelas”, esta circunstancia propiciaba que a veces tuviera que ir a un pequeño basurero, cerca de casa, donde tiraba los retales de piel una fábrica de bolsos. Recortaba el retal de cuero de forma y manera que tapaba los orificios de las suelas. Con la ropa usada aunque limpia que había zurcido y lavado el sábado mi madre —como ella decía “pobres pero dignos”— y los zapatos de mi padre que “estrenaba” , el domingo, en verdad, me sentía, como un niño con zapatos nuevos.
Mi juguete
Nunca entendí por qué los juguetes con los que siempre soñaba, un mecano o un tren eléctrico, que año tras año solicitaba en mi carta a los Reyes Magos, nunca se me concedían. Mi madre siempre me consolaba, tal vez al año que viene, has de estar contento con lo que te han dejado, me decía. Siempre eran regalos ciertamente escasos, pero a pesar de ello, o tal vez por ello, me colmaban de felicidad.
De todas las cosas con las que podía hacer volar la imaginación, nada como la “mesa camilla”. Era una mesa redonda que a unos centímetros del suelo tenía un soporte, donde en el invierno se colocaba un brasero de carbón de encina. Habitualmente se la cubría con unas faldas, que en el invierno evitaban la pérdida del calor. Fue para mí el mejor juguete, unas veces era un fuerte americano en el que desde sus empalizadas nos defendíamos del ataque de los indios, otras un barco o un avión con el que surcar mares y cielos. Me pregunto qué hubiera hecho yo sin mi “camilla”.
La curiosidad
La educación y la curiosidad fueron dos constantes en mi infancia. Nosotros vivíamos en un segundo piso y para llegar a él tenía que subir por una escalera de un patio interior. En el último tramo, antes de acceder a mi casa, pasaba por delante de una ventana enrejada que daba a la cocina, de la “señoa Pepa”, nuestra vecina del piso inferior. No había vez, en que al pasar por delante no le diera los buenos días y no me interesara por lo que hacía, obviamente cocinar.
La “señoa Pepa” tenía un hijo poco mayor que yo “El Pepillo” que era gourmet de los huevos fritos con patatas. Me solía parar a charlar con ella y entre pregunta y pregunta aprovechaba a comer alguna patata frita que ella me ofrecía. Un día, guiado por la curiosidad y el impulso irrefrenable por comer una patata frita, introduje con tal ímpetu mi cabeza—de forma habitual alargaba la mano— entre las rejas que al intentar sacarla comprobé con estupor que no podía. Fue necesario usar un gato de carpintero para liberarme de mi prisión. Aprendí que la curiosidad le pierde al gato.
El héroe
El fútbol era, quizás no tanto como en la actualidad, el deporte “nacional” y ser forofo del Real Madrid te daba una identidad. Pero había otro deporte, el boxeo, que también levantaba pasiones, éstas más cercanas al deportista por ser habitualmente un vecino del propio barrio. En el mío teníamos a Young Martin un púgil de la categoría de peso Pluma, nuestro héroe del barrio al que todos los niños queríamos emular. Nunca me he sentido tan importante y feliz como en las veladas pugilísticas que tuve ocasión de realizar gracias a mi tío Nico, él me regalo los guantes de boxeo. Los combates tenían lugar en la taberna de mis abuelos.
El cuadrilátero lo formaban cuatro banquetas colocadas en los vértices, unidas por unas cuerdas imaginarias. Los focos, las tres bombillas de 60 W que iluminaban la taberna. El gong un almirez de bronce, que al golpearlo con el mango marcaba los tiempos de los asaltos. La atmósfera, como la de las veladas del Price, los parroquianos enardecidos jaleaban. Nico se ponía de cuclillas para estar a mi altura, yo trataba de dirigir algún gancho con la derecha a su mentón, al hacerlo abría mi guardia, con lo que recibía algún directo a mi nariz, haciendo que sangrara con facilidad. El árbitro, un parroquiano, me hacía ir a mi rincón para cortar la hemorragia, colocando algodones en los orificios nasales y, una vez controlada, reiniciábamos el combate de nuevo.
El combate concluía con la victoria de mi tío, a los puntos; en ese momento, por mis mejillas enrojecidas, sudorosas, se deslizaban unas las lágrimas, no por el castigo recibido, sino por la derrota. Un sentimiento de orgullo ponía en mi boca: ¡Tío, quiero la revancha! Y, como decía mi abuela: “genio y figura hasta la sepultura”, en realidad el orgullo de ser nunca me ha abandonado.
La memoria o el olvido ¿qué escoger?, me pregunto. Si bien los recuerdos hacen la vida más bella, el olvido la hace soportable.