Familia y breves recuerdos
Mis padres tuvieron tres hijos, dos varones y una niña, yo fui el primogénito, después de mí un segundo varón que murió al nacer, dos años más tarde la niña, a la que pusieron de nombre Mercedes como una hermana de mi padre, que había fallecido, siendo muy joven, en Astorga, de donde era oriundo mi padre. Siempre, al recordar a mi hermano, que había sido enterrado en un cementerio próximo a nuestra casa, en el de Chamartín, le suponía en el limbo esperando volver a nacer, porque no le habían bautizado al haber nacido muerto. Era para mí como si no hubiera nacido, estaba convencido de que algún día volvería y nos encontraríamos a pesar de que naciera en otra familia, él para mí siempre seria mi hermano.
La llegada a este mundo de Mercedes, la Merche como la llamamos, es quizás uno de los primeros recuerdos que tengo de la infancia. Recuerdo la pequeña cocina de la vivienda ubicada en la trastienda, de la taberna de mis abuelos, aquella noche debí de dormir en casa de los abuelos. Aún tengo viva la escena de aquel instante: subido en una pequeña silla de esparto y a la tía Rosario, la hermana menor de mi madre, que me vestía para ir a conocer a mi hermana, que había nacido de madrugada en nuestra casa del barrio de Tetuán. Aún hoy siento, al rememorar la escena, la emoción de aquel instante.
Guardo recuerdos de mi primera infancia aunque desdibujados, seguro que aquellos hechos debieron ser muy gratificantes; la memoria, que suele ser selectiva, no los ha borrado.
Uno de ellos es el de Dña. Josefina, mi primera maestra. La imagen que guardo de ella es la de una señora mayor, de cara redonda con facciones dulces y temperamento afable. El colegio constaba de una sola clase, al lado de la vivienda de la maestra. La sala era rectangular en uno de los lados mayores, había tres ventanas que daban a la calle, en su vértice del fondo de la clase, había una mesa de madera donde se sentaba doña Josefina, justo delante del encerado. Desde ese lugar estratégico, Dña. Josefina nos impartía las lecciones del Catón a la vez que veía –a través de la ventana- pasar a los vecinos.
De todos los recados que me encargaba mi madre, ir a buscar la leche era para mí el más importante del día. Me gustaba tanto la leche que pensaba, cuando sea mayor nunca beberé agua, saciaré mi sed con la leche. Estaban tan impregnadas mis papilas olfativas de la atmósfera del establo, que era una adicción a la que no podía renunciar. La vaquería del Sr. Tomás, así se llamaba el dueño, estaba a escasos metros de nuestra casa. Solía ir cada día a por tres cuartos de litro de leche con la lechera: un recipiente de aluminio de forma cilíndrica con tapadera y asa.
Del mantenimiento del establo se encargaban sus dos hijos: Tomás, el mayor, y José. Entre ambos se repartían el quehacer de llenar los pesebres con alfalfa y algunos nabos, limpiar las plastas de excrementos, cuyo olor característico–que tanto me agradaba- invadía el establo, y lavar las ubres de las vacas antes de ordeñarlas. Me quedaba ensimismado contemplado a Tomas ordeñando, sus manos grandes, fuertes, apretaban con fuerza los pezones de la ubre y a ritmo hacía salir un chorro de leche humeante que golpeaba las paredes metálicas del cubo, sujetado entre sus piernas, produciendo una melodía celestial para mí.
Me encantaba hablar con ellos, sobre todo con Tomás, aficionado al boxeo. Su ídolo era Floyd Patterson. Mi ídolo era Young Martin, un boxeador de peso pluma vecino del barrio de Estrecho, donde residían mis abuelos. Pero esta es otra historia. Ir a buscar el pan a la tahona de la Sra. Luisa y de paso comprar algo necesario en la tienda de ultramarinos del Sr. Jerónimo , la mayoría de las veces de fiado, eran los recados habituales que debía hacer antes de poder bajar a la calle a jugar con “el Jero”, cuyo padre era dueño de la tienda de ultramarinos. Él fue durante los años en los que residí en el barrio de Tetuán mi amigo incondicional, con él compartí secretos y aventuras. Su casa que hacía costado con la mía, era una planta baja con un patio interior, en que había un roble cuyas ramas se alcanzaban desde mi terraza. Solíamos trepar a él y haciendo gala de nuestra imaginación infantil, era unas veces un fuerte Americano, otras el árbol de Tarzán o una nave espacial. Acompañaban al viejo roble unos pequeños árboles que daban cada dos años una flor en forma de racimo de suave aroma, de nombre de Lilas.
También había un buen número de macetas con geranios de color rojo y blanco. En ese patio junto “al Jero” viví las más insólitas aventuras y no pocas travesuras de las que las más de las veces solíamos escapar indemnes. Me viene a la mente el recuerdo de una; de la que pudimos salir muy mal parados: Había en el patio un pequeño cobertizo en el que guardaban herramientas, una gata decidió parir en él una camada.
Era tal nuestra ilusión por tocar las crías, que decidimos expulsar a la gata del cobertizo. La oportuna actuación de su madre, Dña. Juana, evitó que no resultáramos heridos de consideración. Todo acabó en múltiples rasguños en los brazos y sin el preciado chocolate de la merienda.
Al Sr Jerónimo, su padre le recuerdo como un hombre afable, instruido, que hablaba francés y leía el Paris Match. El comedor de su casa estaba amueblado con estilo clásico de la época: un aparador donde se guardaba la mantelería, vajilla, cristalería para las grandes ocasiones; una librería haciendo juego con el aparador, en cuyos estantes se alineaba “La Gran Enciclopedia Espasa Calpe” celosamente guardada bajo llave por puertas acristaladas. Siempre soñaba con poseer una igual cuando fuera mayor, pero —paradojas de la vida— ahora que puedo no me cabe en casa. Había también en el comedor un cuadro con una escena de caza mayor y unos visillos con dibujos florales que cubrían un amplio ventanal. El conjunto tenía para mí una gran solemnidad. Encima del aparador, había algo que siempre me llamaba la atención, un balón de fútbol, especialmente porque el Sr. Jerónimo no era aficionado al deporte nacional. Un día descubrí que contenía en su interior una botella de licor y un juego de copas.
En una de las repisas se amontonaban las revistas del Paris Match. Mi insaciable curiosidad hizo posible descubrir, sin pretenderlo y quizás demasiado pronto, la crueldad del ser “humano”. Fue a través de un reportaje fotográfico sobre un campo de concentración, más tarde supe que era el de Mauthausen que mostraba los horrores de la guerra, imágenes de cuerpos escuálidos apilados para ser quemados.
Por causa de la enfermedad de mi madre nos tuvimos que ir a vivir a casa de mis abuelos. Yo tenía doce años y esta separación física la sentí como la amputación de un miembro. Me alejaban para siempre de mi barrio y, lo que era peor, del fiel amigo. Hoy en día, cuando de tarde en tarde tenemos ocasión de vernos —nos rencontramos cuarenta años después— solemos rememorar aquellas aventuras. Cuan hermosa es la inocencia.
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